sexta-feira, 20 de janeiro de 2012

El Plan de la Salvación (espanhol)


Benjamín B. Warfield

El Plan de la Salvación










I
CONCEPCIONES DIFERENTES

El objeto al que nuestra atención se dirige en esta serie de conferencias está ordinariamente considerado como "EL PLAN DE LA SALVACIÓN‑‑‑. Su designación más técnica es, ‑‑‑El Orden de los Decretos". Y esta designación tiene la ventaja sobre la más popular de definir con mayor claridad el punto de vista del material objetivo. Esta no se confina comente al proceso de la salvación misma, sino que está hecha de modo general para incluir todo el curso de la relación divina con el hombre, que termina en su salvación. La creación no está claramente incluida en él, y de paso la caída y la condi­ción a que el hombre se vio reducido por ella. Esta parte del tema de la materia puede, sin embargo, ciertamente con alguna propiedad mirarse más bien con el carácter de una presupo­sición que como una parte substantiva del objeto de la materia misma; y ningún serio mal se haría si nos atenemos a la designación más popular. Su máxima concreción le da tina ventaja que no debe ser estimada en poco: y sobre todo tiene el mérito de hacer mucho énfasis sobre la materia principal, la Salvación. Las series de actividades divinas que se toman en consideración se suponen, en todo caso, circular alrededor de su centro, y tener como su meta próxima, la salvación del hombre pecador. Cuando las implicaciones de éste se consideren claramente, no parece requerir muchos argumentos para justificar la designación del todo por el término "EL PLAN DE LA SALVACIÓN."

No parece necesario detenerse para discutir la previa cues­tión de si Dios, en sus actividades salvadoras, actúa sobre un plan. Que Dios actúa sobre un plan en todas sus actividades, está ya indicado en el teísmo. En cuanto al establecimiento de un Dios personal, esta cuestión es indisputable. Por persona debe entenderse propósito: precisamente lo que distingue a una persona de un objeto inanimado es su modo de acción determinativa, que todo lo que hace se dirige a un fin y procede por elección de medios hacia ese fin. De igual manera el deísta, por lo tanto, debe admitir que Dios tiene un plan. Podemos, indudablemente, imaginarnos una forma extrema de deísmo, en la que se puede afirmar o argüir que Dios no se interesa de todo lo que sucede en este universo; que habiéndolo creado, se hizo a un lado y lo dejó seguir su curso propio sin tornar en cuenta lo que pueda sucederle al fin, sin pensar más en él. Es innecesario decir, sin embargo, que no existe ninguna forma de tal deísmo realmente, aunque extraño parezca decir, hay algunos, como tendremos ocasión de observar, que pa­recen pensar que en las cuestiones particulares de la salvación del hombre, Dios actúa en una forma irresponsable.

Lo que el verdadero deísta apoya es la ley. El piensa o se imagina que Dios ha sometido su universo no a un capricho imprevisto e impreparado, sino a un orden, a una ley que Dios sí ha impreso en su universo y para la dirección de lo cual él seguramente puede dejarlo. Es decir, aun el deísta se imagina que Dios tiene un plan: plan que abraza todo lo que sucede en el universo. Sólo difiere con el teísta en cuanto a las formas de actividad por las que piensa que Dios desarrolla su plan. El deísmo implica una concepción mecánica del universo. Dios ha hecho tina máquina, y precisamente porque es tina buena máquina, puede dejarla para desarrollar, no sus fines propios, sino los de Dios. Así podemos nosotros hacer un reloj y en­tonces, porque es un buen reloj, dejarlo marcar los segundos y señalar los minutos, y dar las horas v notar los días d el mes, además de dar a conocer las fases de la luna y el acompaña­miento de las mareas, y si nosotros preferimos podemos poner dentro un cometa que aparecerá en la esfera, pero tina sola vez en la vida del reloj, no irregularmente, sino cuándo, dónde y cómo le hayamos arreglado para que aparezca. El reloj no seguirá su propio camino: seguirá nuestro camino, el camino que hemos arreglado para que vaya; y el reloj de Dios, el universo, no sigue su camino, sino el de El como El lo ha ordenado, procediendo los acontecimientos inevitables con pre­cisión mecánica.

Esta es una gran concepción, la concepción deísta del orden o la ley. Nos libera de la suerte o el azar. Pero le hace así sólo para arrojarnos al engranaje de la dentadura de una máquina. No es, por lo tanto, la concepción más grande. La concepción más grande es la del teísmo que nos libera aún de la ley, y nos coloca en las manos inmediatas de una persona. Es tina gran cosa estar librado del reino desordenado de un azar sin objeto. La diosa Fortuna era una de las terribles divi­nidades del viejo mundo, tan suficientemente terrible que apenas podía distinguirse del Destino. Es una gran cosa encontrarse bajo el cetro de un propósito inteligente. Pero es muy diferente si el propósito se ejecuta por una mera ley, actuando automá­ticamente, o por el control siempre‑presente personal de la misma persona. Nada hay más ordenado que el control de una persona, cuyos actos todos están gobernados por un propósito inteligente, dirigido hacia una meta o fin.

Si, entonces, creemos en un Dios personal, y mucho más si, siendo teístas, creemos en el inmediato control, por un Dios personal, del mundo que El ha hecho, debemos creer en un plan fundamental de todo lo que Dios hace, y por lo tanto también en un plan de salvación. La única cuestión que puede levantarse concierne no a la realidad sino a la naturaleza de este plan. En cuanto a su naturaleza, sin embargo, debe admi­tirse que se han sostenido muchas opiniones diferentes. Real­mente muchas opiniones, posiblemente bellas, se han procla­mado una y otra vez, en uno u otro lugar. Aún si dejamos a un lado todas las opiniones extra‑cristianas, escasamente nece­sitamos modificar esta exposición. Se han trazado líneas de división a través de la Iglesia; se han levantado grupos en contra de otros grupos; y se han desarrollado diferentes tipos de creencias cuyos valores no significan más que los sistemas diferentes de religiones, estando a la vez en armonía un poco más que el mero nombre común de cristianos, reclamado por todos ellos.

Es mi propósito en esta conferencia traer ante vosotros en un rápido examen algunos de estos puntos de vista variados tal como se han sostenido por grandes partidos en la Iglesia, que algunas concepciones pueden formarse por su alcance y relación. Esto puede hacerse más convenientemente observando en primer lugar, al menos, sólo los grandes puntos de diferencia que los separa. Los enumeraré en el orden de significación procediendo desde las más profundas diferencias, así como de las de mayor alcance que dividen a los cristianos, a los de menos efecto radical.

1. La más profunda grieta que separa a los hombres que se dicen cristianos en sus concepciones del plan de la salvación, es esa que divide lo que podemos llamar los puntos de vista, naturalista o supernaturalista. La línea de división aquí es en cuanto a la salvación del hombre, si Dios ha planeado sencillamente para dejar a los hombres, con más o menos perfección para salvarse ellos mismos, o si ha planeado él para intervenir en su salvación. El argumento entre los naturalistas y los supernaturalistas es eminentemente sencillo, pero muy claro y único: ¿puede el hombre salvarse a sí mismo o lo salva Dios?

Este plan consistentemente naturalístico se conoce en la historia de la doctrina como Pelagianismo. El Pelagianismo en su pureza afirma que todo el poder puesto en acción para salvar al hombre es natural al hombre mismo. Pero el Pelagianismo no es meramente un asunto de historia, ni existe siempre en su pureza. Como los pobres de bienes terrenos están siempre con nosotros. Puede indudablemente pensarse que nunca hubo un período en la historia de la Iglesia en que las concepciones naturalistas del proceso de la salvación fueran más ampliamente difundidas o más radicales que en el presente. Un pelagianismo que no se separa de Pelagio mismo en la perfección de su naturalismo está de hecho al momento intensamente de moda entre los líderes constituidos del pensamiento cristiano. Y en todas partes, en todas las comuniones similares, las concepciones son corrientes que asignan al hombre, en el uso de sus poderes nativos al menos la decisiva actividad en la salvación del alma, es decir, que supone que Dios ha planeado los que serán salvos, quienes, en el punto decisivo, en una forma u otra se salvan por sí mismos.

Estos tan llamados puntos de vista intermedios son, obviamente, en principio, puntos de vista naturalistas, luego aun (cualquiera que sea el papel que permitan a Dios jugar en las circunstancias de la salvación), cuando vengan al punto crucial de la salvación misma echan al hombre atrás sobre sus poderes naturales. Al hacerlo así separan definitivamente del punto de vista sobre-naturalista del plan de la salvación, y con ello, el testimonio unido de toda la Iglesia organizada. Pues a pesar de los muchos puntos de vista que se han escurrido dentro de la membresía de las iglesias, todas las iglesias organizadas ortodoxa-griega, católica-romana-latina y protestantes en todas sus grandes formas históricas, Luterana y Reformada, Calvinista v Arminiana - llevan su testimonio consciente, firme y enfático a la concepción sobre-naturalista de la salvación. Tendremos que viajar a la periferia del Cristianismo hacia tales sectas de dudosa posición en el cuerpo cristiano, como, por ejemplo, los Unitarios, para encontrar un cuerpo organizado de cristianos con algo que no sea una confesión sobre-natural.

            Esta confesión, en directa oposición al literalismo, declara con énfasis que es Dios el Señor y no el hombre mismo quien salva el alma-, y para no hacer error alguno, no retrocede de la completa aserción y afirma, con entero entendimiento del problema, precisamente que todo el poder ejercido con salvar el alma es de Dios. Aquí, entonces, está la orilla que separa los dos partidos. El sobre-naturalista no se satisface al decir que algo del poder que ejerce está salvando el alma; que la mayor parte del poder ejercido que está salvando al alma viene de Dios. El asegura que todo el poder que se ejerce para salvar el alma viene de Dios y que cualquiera que sea la parte que el hombre juegue en el proceso salvador es subsidiario, es en sí mismo el efecto de la operación divina, y que es Dios y Dios solamente quien salva el alma. Y el sobre-naturalista en este sentido es toda la Iglesia organizada en toda la extensión de su testimonio oficial.

2. Existen, sin duda, diferencias entre los sobrenaturalistas, diferencia,-, que no son pequeñas o de poca importancia. El más profundo corte de éstas separa a los sacerdotalistas y evangélicos. Ambos, sacerdotalistas Y evangélicos son sobre-naturalistas. Es decir, ellos están de acuerdo en que todo el poder ejercido para salvar el alma es de Dios. Difieren en su concepción acerca de la manera por medio de la cual el poder de Dios por la salvación es adquirido para ejercer su efecto sobre el alma. El punto exacto de diferencia entre ellos es sobre la cuestión de si Dios, por cuyo poder sólo es hecha la salvación, salva a los hombres relacionándolos El mismo en forma inme­diata como individuos y sólo estableciendo instrumentalidades sobrenaturalmente dotadas en el mundo por medio de los cuales los hombres pueden ser salvos. El problema concierne de inmediato a las operaciones salvadoras de Dios; ¿Salva Dios a los hombres por operaciones inmediatas de Su gracia en sus almas o actúa en ellos, sólo por el medio de instrumenta­lidades con ese propósito?

La forma típica del sacerdotalismo está suplida por la enseñanza de la iglesia de Roma. En esa enseñanza la Iglesia está considerada como la institución de la salvación, por la cual únicamente la salvación puede ser concedida a los hombres. Fuera de la Iglesia y sus ordenanzas no se supone encontrar la salvación: la gracia es comunicada por y a través de la ministración de la Iglesia de otra manera no. Las dos máxi­mas están, por lo tanto, en vigor: donde está Iglesia, está el Espíritu: fuera de la Iglesia no hay salvación. El principio sacerdotal está presente, sin embargo, dondequiera que instru­mentalidades por los cuales la gracia salvadora es traída al alma se hacen indispensables para la salvación; y es dominante dondequiera que esta indispensabilidad se hace absoluta; así lo que se llaman los Medios de Gracia se especifican con “la necesidad de los medios,” y se hacen en el estricto sentido no meramente el SINE QUIBUS NON, sino el verdadero QUIBUS de salvación.

En contraste con todo este punto de vista, la iglesia evan­gélica, buscando conservar lo que se concibe ser sólo consis­tente sobre‑naturalismo, barre con todo intermediario entre el alma y su Dios, y deja al espíritu depender para su salvación de Dios solamente, operando sobre él por su inmediata Gracia. Es directamente de Dios, no de los medios de gracia, que el evangélico siente depender su salvación: es directamente a Dios más bien que a los medios de gracia donde él busca la gracia; y proclama al Espíritu Santo no sólo capaz de actuar, sino realmente operativo dónde y cuándo y cómo El quiera. La Iglesia y sus ordenanzas los concibe más bien como instrumentos que el Espíritu utiliza que como agentes que emplean al Espíritu Santo para obrar la salvación. En directa oposición a las máximas del sacerdotalismo consistente, toma por lo tanto como su lema: donde está el Espíritu, está la Iglesia; fuera del cuerpo de los santos no hay salvación.

Describiendo así las doctrina,, evangélicas, no debemos dejar escapar que también estamos describiendo el Protestan­tismo. De hecho se considera todo el cuerpo del Protestantismo Confesional como evangélico en su punto de vista del plan de la salvación, inclusive sus ramas luterana y reformada, calvi­nista Y Arminiana. El Protestantismo y el Evangelismo son, pues, contérminos, si no exactamente designaciones sinónimas. Como toda la cristiandad organizada es clara y enfática en su confesión de su sobre‑naturalismo puro, así todo el protes­tantismo organizado es igualmente claro y enfático en su con­fesión de evangelicalismo. Así el evangelicalismo viene ante nosotros como la concepción distintivamente protestante del plan de la salvación, y quizá no sea extraño que en su inmediata contradicción del sacerdotalismo, la contradicción más profunda al naturalismo, la cual igualmente primariamente incorpora, algunas veces casi se pierde de vista. Sin embargo, el Evangelicalismo no cesa de ser fundamentalmente anti-naturalista al hacerse anti-sacerdotal: su principal protesta está contra el naturalismo, y al oponerse al sacerdotalismo también ello es mas Consistentemente sobre‑naturalista, rehusando admitir cual­quier intermediarlo entre el alma y Dios, como la única fuente de salvación. Ese es únicamente el verdadero evangelicalismo, puesto que expone de una manera muy correcta la doble con­fesión de que todo el poder ejercido para salvar el alma es de Dios, y que Dios en Sus operaciones salvadoras actúa directamente sobre el alma.

3. Aún así, sin embargo, hay diferencias muchas y muy importantes, que dividen a los evangélicos. Los evangélicos, en general. están de acuerdo en que todo el poder ejercido para la salvación ‑viene de Dios, y que Dios obra directamente sobre el alma en Sus operaciones salvadoras, pero difieren en cuanto a los métodos exactos empleados por Dios para traer muchos hijos a la gloria. Algunos evangélicos han alcanzado su posición evangélica por un proceso de modificación, por vías de corrección, aplicada a un sacerdotalismo fundamental, del que han obtenido así su escape. Naturalmente los elementos de este sacerdotalismo fundamental han quedado incrustados en su construcción, dando color propio a toda su manera de concebir el evangelicalismo. Hay otros evangélicos cuyas concepciones están similarmente colocadas por un naturalismo fundamental, de lo cual han formado su mejor confesión por un proceso igual de modificación y corrección. Los primeros de estos partidos están representados por luteranos evangélicos, quienes, pues se deleitan en hablar de ellos mismos como adherentes de una “reforma conservadora", es decir, como habiendo formado su evangelicalismo sobre las bases de un sacerdotalismo de la Iglesia de Roma, de la que ellos han salido, penosamente tal vez, pero no siempre con la debida perfección. El otro partido está representado por los evangélicos arminianos cuyo evange­licalismo es una corrección, en el interés de los sentimientos evangélicos, del básico semipelagianismo de los arminianos holandeses. En contraste con tales formas hay aún otros evan­gélicos cuyo evangelicalismo es de la más pura expresión del principio evangélico fundamental, sin introducción de los ele­mentos de distinto colorido.

En medio de esta variedad de tipos no es fácil determinar un principio de clasificación, lo que nos pudiera capacitar para distinguir entre las normas principales que el evangelicalismo toma con una clara línea de demarcación. Tal principio, sin embargo, parece estar provisto por la oposición entre lo que podemos llamar las concepciones universalistas y particularistas del plan de la salvación. Todos los evangélicos armoniosamente creen que todo el poder ejercido para salvar el alma viene de Dios, y que este poder salvador se ejerce inmediatamente sobre el alma. Pero difieren en cuanto a si Dios ejerce este poder salvador igualmente, o al menos sin discriminación sobre todos los hombres, sean realmente salvos o no, o más bien sobre determinados hombres, por ejemplo, en los que son verdaderamente salvos. El punto de división aquí es si Dios ha concebido planear realmente por sí mismo salvar a los hombres por su todopoderosa y ciertamente eficaz gracia, o solamente así derramar su gracia sobre los hombres para capacitarlos a ser salvos, sin realmente asegurar, sin embargo, en casos particulares, que serán salvos.

La contención específica de los que he hablado corno universalistas es que, mientras todo el poder ejercido en la salvación de las almas viene de Dios, y este poder lo ejerce en la salvación de las almas viene de Dios, y este poder lo ejerce inmediatamente de El sobre el alma, sin embargo lo que hace Dios, en cuanto a la salvación de los hombres, lo hace para y por todos los hombres igualmente, sin discriminaciones. A primera vista esto parece como si debiera resultar en una doctrina de salvación universal. Si es Dios el Señor quien salva el alma, y no el hombre a sí mismo: y si Dios el Señor salva el alma obrando directamente en él su gracia salvadora: y luego si Dios el Señor obra así en Su gracia salvadora sobre todas las almas igualmente: podría parecer inevitable argumentar que en consecuencia todos son salvos. Por consiguiente han aparecido algunas veces ardientes evangélicos quienes han contendido vigorosamente sobre estos fundamentos que todos los hombres son salvos; la salvación es solamente de Dios, y Dios es Altísimo, y como Dios obra la salvación por Su poderosa gracia en todos los hombres, todos los hombres son salvos. De este universalismo consistente, sin embargo, la gran masa de universalistas evangélicos siempre ha retrocedido compelida por la claridad y énfasis de la declaración escritural de que, de hecho, no todos los hombres son salvos. Ellos mismo,; se han encontrado, por lo tanto, frente a frente con un gran problema: y se han hecho varios esfuerzos para explicar las actividades de Dios mirando la salvación como todo universalística y, sin embargo, el problema como partícularístico; mientras el principio fundamental evangelístico se preserva, que es la gracia de Dios solamente la que salva el alma. Estos esfuerzos nos han dado especialmente los dos grandes esquemas del luteranismo y arminianismo evangélicos: la contención característica de los de que toda la salvación está en manos de Dios solamente, y, que todo lo que Dios hace mirando la salvación se dirige indiscriminatoriamente a todos los hombres. y sin embargo solamente algunos hombres se salvan.

En contraste con este universalismo inconsistente, otros evangélicos afirman que el particularismo que se relaciona con el fin del proceso salvador, debe, justamente porque es Dios y sólo Dios quien salva, pertenecer también al proceso mismo. En los intereses de su evangelicalismo común. en los intereses también de la base sobre‑naturalista fundamental común a todos los cristianos, aun en los intereses de la religión misma, éstos alegan que Dios trata en todo el proceso de la, salvación, no con los hombres en masa, sino con los hombres individuales, uno por uno, sobre cada uno de los cuales descansa Su gracia y cada uno de los cuales El. por Su gracia, trae a la salvación. Como es El quien salva a los hombres, y cómo El los salva por inmediatas operaciones en sus corazones, y, cómo Su gracia es Su poder todopoderoso efectuando la salvación, los hombres le deben, en cada caso su verdadera salvación a El, y no mera­mente su oportunidad general de ser salvos. Y por lo tanto a El y a El solamente pertenece en cada caso toda la gloria, que ninguno puede participar con El. Así, afirman ellos, para que la adscripción evangélica SOLI DEO GLORIA pueda ser cierta y no sufrir ninguna disminución en significado o en fuerza, es necesario entender que es de Dios que cada uno que sea salvo tiene todo que entre en su salvación, Y sobre todo. el mismo hecho de que es él quien entra en la salvación. El preciso problema que divide a los universalistas y a los parti­cularistas es, por lo tanto, si la gracia salvadora de Dios, en quien sólo está la salvación, realmente salva. ¿Significa su pre­sencia salvación, o puede estar presente, y sin embargo fallar la salvación?

4. Aun los particularistas tienen, a pesar de todo, sus dife­rencias. La más importante de estas es la que divide a los que sostienen que Dios tiene a la vista o en propósito no todos los hombres, sino algunos, esto es, los que de hecho son salvos, en todas operaciones dirigidas hacia la salvación de los hombres: y los que quieren diferenciar entre las operaciones de Dios en esta materia v asignar solamente a algunas de ellas una referencia particular mientras asignan a otras una referencia uni­versalista. Este Último punto de vista es, naturalmente, un intento de mediar entre las concepciones particularista y universalista, preservando el particularismo tanto en el proceso como en el fin de la salvación lo suficiente como para hacer depender la salvación de la gracia de Dios solamente y darle toda la gloria de la salvación misma mientras inclinándose al universalismo en tanto del proceso de la salvación como sus adherentes piensan que puede hacerse consistente con el parti­cularismo fundamental.

El punto especial de las operaciones salvadoras que ellos conceden al universalismo es la redención del pecador por Cristo. Esto supone el plan de Dios, no indudablemente absoluto, sino como una referencia hipotética a todos los hombres. Todos los hombres son redimidos por Cristo, esto es, si ellos creen en El. Su creencia en El sin embargo, depende de la obra de fe en sus corazones por Dios, el Espíritu Santo, en sus operaciones salvadoras designadas a dar efecto a la re­dención por Cristo. El plan es, por lo tanto, conocido no meramente por el nombre de su autor, como amiraldianismo, sino también más descriptivamente, como redencionalismo hi­potético, o, más comúnmente como universalismo hipotético. Transfiere la cuestión que divide, al particularismo y al univer­salista con respecto al plan de la salvación como un todo, a la cuestión ' más específica de la referencia de la obra redentora de Cristo. Y el punto más preciso en la discusión viene a ser, por tanto, si la obra redentora de Cristo realmente salva a esos para quienes obra, o solamente una posibilidad de salvación para ellos. Los universalistas hipotéticos, sosteniendo que su referencia es para todos los hombres indiferentemente, y que no todos los hombres son salvos, no pueden adscribir a esa referencia una operación salvadora específica y están, en con­secuencia, acostumbrados a hablar de ella como dando una salvación posible a todos, como abriendo el camino de la salva­ción, como removiendo todos los obstáculos a ella o en alguna otra forma similar. Por otra parte, el particularismo consis­tente puede ver la obra redentora por Cristo como realmente redentiva, e insiste que es en sí misma un acto salvador que realmente salva, asegurando la salvación de aquellos por quienes está obrada.

El debate viene así a tornar sobre la naturaleza de la obra redentora de Cristo: y los particularistas pueden comprobar que cualquiera cosa que se añade a ella extensivamente, está tomada de ella intensivamente. En otras palabras, el problema queda aquí en la misma forma como en el debate con el universalismo general de los luteranos y arminianos, a saber, si las operaciones salvadoras de Dios salvan realmente: aunque este problema se encuentra aquí sobre una sola de las operaciones salvadoras. Si las operaciones salvadoras de Dios realmente salvan, entonces todos aquellos sobre quienes opera, son salvos, y el particularismo se halla en la misma naturaleza del caso: a menos que estemos preparados para seguir todo el camino con el universalismo y declarar que todos los hombres son salvos. Está, en consecuencia, en los intereses del sobre‑naturalismo fundamental por la cual todo el cristianismo organizado separase del mero naturalismo, que todo el poder ejercido en salvar el alma es de Dios‑ y de la gran adscripción evangé­lica de SOLI DEO GLORIA también que el particularismo consistente arguye que la referencia de la redención de Cristo no puede extenderse más allá del cuerpo de los que están real­mente salvos, pero debe entenderse como solamente una de las operaciones por las cuales Dios salva a los que El salva, y no ellos mismos los que se salvan. No solamente entonces, sostienen ellos debemos dar un lugar al particularismo en el proceso tanto como en el fin de la salvación, pero debe haber un lugar igualmente para ello en todo los procesos de la sal­vación. Es Dios el Señor quien salva: y en todas las operaciones por las que El obra la salvación opera por y sobre, no todos los hombres indiferentemente, sino sólo por algunos hombres, esto es, a los que Él salva. Únicamente así podemos, preservar para El la gloria y adscribirle a El sólo toda la obra de salvación.

5. Las diferencias que han sido enumeradas agotan sus posibilidades de gran importancia dentro de los límites del plan de la salvación. Los hombres han de ser naturalistas o super­-naturalistas; los supernaturalistas, sacerdotalistas o evangéli­cos; los evangélicos, o universalistas o particularistas: los par­ticularistas son así con respecto a algunas solamente, o con respecto a todas las operaciones salvadoras de Dios. Pero los particularistas consistentes aún encuentran posibles diferencias entre ellos mismos, no en lo que se relaciona con los términos del plan de la salvación misma, en lo que ellos están unidos, sino en el campo de las presuposiciones de ese plan: y por causa de la consideración completa de la enumeración, es de­seable que esta diferencia deba también ser atendida. No con­cierne lo que Dios ha hecho en el curso de Sus operaciones salvadoras, pero más allá de la salvación se pregunta cómo Dios ha tratado en general con la raza humana, como raza, con respecto a su destino. Los dos partidos aquí se conocen en la historia del pensamiento por los nombres contrastantes de supralapsarianos o infralapsarianos. El punto de diferencia entre ellos de si Dios, en Sus relaciones con los hombres, con referencia a su destino, los divide en dos clases meramente como hombres o como pecadores. Es decir, si el decreto de Dios de la elección y de la preterición concierne a los hombres vistos meramente como hombres o considerados ya como hom­bres pecadores, una masa corrupta.

La sola exposición de la pregunta ya lleva en sí su respuesta. Porque la verdadera relación con los hombres, con respecto a ambas clases por igual, los que son electos y los desechados, está condicionada por el pecado: no podemos hablar de la salvación ni de reprobación sin afirmación de pecado. El pecado, necesariamente, precede en el pensamiento, no de seguro a la idea abstracta de discriminación, sino al ejemplo concreto de discriminación, una discriminación con respecto al destino que envuelve ya la salvación o el castigo. Debe de haber pecado cuando hay a la vista propósito de fundamentar un decreto de salvación, tanto como un decreto de castigo. No podemos hablar de un decreto discriminativo entre los hombres con referencia a la salvación Y al castigo, por lo tanto, sin considerar a los hombres como pecadores, lo que es principio lógico.

El defecto de la división de opinión que ahora consideramos es que trata de levantar la cuestión de la discriminación de parte de Dios con respecto a los hombres, por la cual están divididos en dos clases, una la de los recipientes de su inmere­cido favor, y la otra el objeto de su justo desagrado, más allá de la región de la realidad: y así se pierde en meras abstrac­ciones. Cuando volvemos al punto concreto encontramos que la cuestión que se levanta equivale a lo siguiente: si Dios discrimina entre los hombres para que puedan salvarse algunos: o va salva a algunos para que pueda discriminar entre los hombres. ¿Es el más cercano motivo que le mueve un abstracto deseo para la discriminación, un deseo que tenga algunas va­riedades en Su relación con los hombres; y por lo tanto deter­mina hacer a algunos objetos de Su inefable favor, y tratar con otros en tina estricta conformidad con sus merecimientos personales, para que pueda ejercitar así todas Sus facultades? ¿0 es la causa más próxima que la mueve un deseo que no toda la humanidad perezca en sus pecados: y por lo tanto, para satisfacer el impulso de Su compasión, él interviene para salvar de la ruina v miseria a una multitud innumerable que ningún hombre puede contar a tantos como bajo el apremio de su sentido de rectitud pueda obtener el consentimiento de toda su naturaleza para librar de las justas penalidades de sus pecados ‑ por un expediente en que Su justicia y miseri­cordia se encuentren y besen mutuamente?

Cualquiera que sea lo que digamos de la cuestión anterior, es seguramente la última que está orientada correctamente con respecto a las tremendas realidades de la existencia humana.

Uno de los principales motivos en la estructura del plan supralapsariano es el deseo de preservar el principio particula­rístico en todas las relaciones de Dios con los hombres: no con respecto a la salvación del hombre solamente, sino a través de todo el curso de la acción divina con respecto a los hombres. Dios, desde la creación, se dice por consiguiente, tiene que ver con los hombres considerado; como divididos en dos clases, los recipientes respectivamente de Su inmerecido favor y los de Su bien merecida reprobación. De acuerdo entonces, algunos supralapsarianos colocan el decreto de discriminación primero en el orden de pensamiento, precedente aun al decreto de la creación. Todos ellos le colocan en el orden de pensamiento precedente al decreto de la caída. Es pertinente, por lo tanto, señalar que su intento de particularizar la relación total de Dios con los hombres no está realmente realizado, e induda­blemente no puede ser realizado por la naturaleza del caso. El decreto de crear al hombre, y más particularmente el decreto de permitir al hombre, cuya creación se ve, caer en el pecado, son de necesidad universalísticos. No sólo algunos hombres son creados, ni algunos hombres creados diferente, de otros: sino toda la humanidad está creada en su primera cabeza, y toda la humanidad está creada semejantemente. No a algunos hombres se les permite caer; sino todos los hombres, todos los hombres semejantemente. El intento de colocar el parti­cularismo fuera de la esfera del plan de la salvación, donde el problema es diverso (porque confesadamente sólo algunos hombres son salvos), en la esfera de la creación, o de la caída, donde el problema es común (pues todos los hombres son creados y todos son caídos), fracasa por mera necesidad del caso. El particularismo puede entrar en la cuestión solamente donde los diversos argumentos demandan la postulación de diversas relaciones que miran hacia los diferentes fines. No puede entonces ser colocado en la región de las relaciones divinas con el hombre, anteriores a la necesidad de la salvación humana y de las relaciones de Dios con él con referencia a una salvación que no es común a todos. El supralapsarianismo yerra, en consecuencia, tan seriamente por un lado como el universalismo por el otro. El infralapsarianismo ofrece el único plan recto que es ya consistente por sí mismo o consis­tente con los hechos.

Escasamente habrá escapado la atención de que las diversas concepciones del plan de la salvación que hemos revisado no se colocan lado a lado como concepciones variantes de ese plan, haciendo cada una su apelación en oposición a todas las demás. Se relacionan una a la otra bien como una serie progresiva de correcciones de un error previo, logrando mas y  mas consistencia con la incorporación de una idea fundamental de salvación. Si, entonces, deseamos encontrar nuestro camino entre ellas, no debe colocarse indiscriminadamente unas contra las otras, sino seguirlas con regularidad como en una serie. El sobre-naturalismo debe primero ser confirmado contra el naturalismo. Luego el evangelicalismo contra el sacerdotalismo, entonces el particularismo contra el universalismo; y así arribaremos al fin a la concepción del plan de la salvación, el cual hace justicia a su carácter específico. A este estudio se dirigirá la atención en las siguientes conferencias.

El diagrama que aparece en el capítulo III, exhibe desde un punto de vista sinóptico las variadas concepciones que se han enumerado en esta conferencia, y facilita la aprehensión de sus relaciones mutuas.

***

II

EL AUTOSOTERISMO
(SALVACION PROPIA)

Solamente hay dos doctrinas fundamentales de la salva­ción: que la salvación viene de Dios, y que la salvación depende de nosotros mismos. La primera es la doctrina del Cristianismo común: la segunda es la doctrina del paganismo universal. "El principio del paganismo," declara el doctor Herman Bavinck  "es, negativamente, el rechazo del verdadero Dios, y del don de Su gracia: y, positivamente, la noción de que esa salvación puede estar resguardada por el propio poder y sabiduría del hombre.” "Vamos, edifiquémonos una ciudad v una torre cuya cúspide llegue al cielo, Y hagámonos un nombre.

Gén. 11.4. Ya sea las obras por las que el paganismo busca el camino de la salvación lleven una característica más ritual o más ética, o ya sea que ellas posean una naturaleza más positiva o más negativa, en cualquier caso el hombre queda como su propio salvador; todas las religiones, excepto el cris­tianismo, son autosotéricas..... y la filosofía no ha hecho ningún progreso en este camino; aun Kant y Schopenhauer, quienes, con su concepto del pecado inherente o connatural del hombre, reconocen la necesidad de una regeneración, ter­minan al fin apelando a la voluntad, a la sabiduría y al poder­ del hombre."

File completamente oportuno, en consecuencia, cuando Je­rónimo pronunció al pelagianismo como el primer sistema organizado de salvación propia enseñado en la Iglesia, “la herejía de Pitágoras y Zeno.” Fue, en efecto, la cristalización en las formas cristianas de las ampliamente difundidas éticas estoicas por las que el pensamiento del hombre ha sido gober­nado en el curso de toda la historia precedente de la Iglesia.” Al rededor del principio central de la habilidad plenaria de la voluntad humana, sostenida con entera confianza y no pro­clamada en la débil forma negativa de que la obligación está limitada por la habilidad sino en la forma triunfante y positiva de que la habilidad es de lleno competente a toda obligación, Pelagio, quien no era un mal creador de sistemas, formó un sistema completo autosotérico. Por una parte este sistema estaba protegido por la negación de cualquier "caída" sufrida por la humanidad en su primer representante, y por lo tanto de ninguna vinculación al mal, ya sea de pecado o de mera debilidad, derivada de su pasada historia. Cada hombre nace en las mismas condiciones en que Adán fue creado: y cada hombre continúa a través de la vida en la misma condición en que nace. Por su caída, Adán, a lo sumo, nos ha puesto un mal ejemplo que, sin embargo, no necesitamos seguir a menos que lo op­temos: Y nuestros pecados pasados, mientras, desde luego, seamos llamados a cuentas por ellos y debemos durar el justo castigo a que sean acreedores, no pueden en ninguna forma abreviar o contraer nuestro poder inherente de hacer lo que es recto. "Yo digo," declara Pelagio, "que el hombre puede existir sin pecado, y es capaz de guardar los mandamientos de Dios.” Y esta habilidad queda intacta no solamente después del pecado de Adán, sino aun después de cualquiera y cada pecado propio nuestro. "Es”, dice Julián Eclanum, "tan per­fecta después de los pecados, como lo fue antes de los pecados.” Por lo tanto, cualquier hombre, en cualquier momento que él escoja, puede cesar de pecar y desde ese momento en adelante ser y continuar en perfección. Por otra parte, esta rotunda aserción de entera habilidad para cumplir toda justicia está protegida por la negación de toda "gracia," en el sentido de ayuda interna de Dios. Tal ayuda de Dios no se necesita ni es dada: cada hombre en el más absoluto sentido obra su propia salvación: va sea con temor y temblando o no. dependerá solamente de su particular temperamento. Sin duda alguna, el término "gracia” está demasiado profundamente imbuido en las representaciones Escriturales para ser del todo descartado. Los pelagianos, por tanto, continúan empleándolo, pero ellos lo explican en cierto modo que lo devalúan de su fecundidad escritural. Por “gracia” ellos quieren significar el don funda­mental del hombre con su inalienable libertad de voluntad y con ello, los alicientes que Dios ha concedido a él para usar su libertad para el bien.

El plan pelagiano abraza, por lo tanto, los siguientes puntos: Dios ha dotado al hombre de una libertad de inalie­nable voluntad en virtud de la cual él es enteramente capaz de hacer todo lo que pueda ser requerido de él. A este gran don Dios ha añadido los dones de la ley y del evangelio para iluminar el sendero de la rectitud y para persuadir al hombre a caminar en él, y aun el don de Cristo para proveer una expiación por los pecados pasados para todos los que obran justicia, y de modo especial para dar un biten ejemplo. Los que, bajo estos incentivos y en el poder de su libertad inerra­dicable, se tornan de sus pecados y obran justicia, serán aceptos por la justicia de Dios Y premiados de acuerdo con sus hechos.

Este fue el primer plan autosotérico publicado en la Iglesia, y es totalmente típico de todos los que lo han sucedido desde entonces a esta parte.

En la providencia de Dios la publicación de este plan auto­-Sotérico se enfrentó inmediatamente con una afirmación igualmente clara y consistentemente acabada de la doctrina de la “gracia", así que el gran conflicto entre la gracia y la del libre albedrío se decidió por la Iglesia de una vez por todas en los comienzos del siglo quinto. El campeón de la doctrina de la gracia en esta controversia fue Agustín, cuyo sistema entero giró al rededor de la aseveración de la gracia como la única fuente de todo bien en el hombre, tan verdadera y completamente como lo hizo la de Pelagio al rededor de la aserción de la habilidad plenaria de la voluntad propia para toda justicia (de Dios). El alcance de la afirmación de Agustín está claramente revelada por las demandas del Concilio de Cartago del año 417 al 418 A. D., que rehusó quedarse satisfecho por nada menos que un reconocimiento inequívoco de que "nosotros estamos auxiliados por la gracia de Dios, por Cristo, no solamente para saber sino también para hacer lo que es recto, en cada acto individual, de modo que sin la gracia somos incapaces, de tener, pensar, hablar o hacer algo propio de la piedad."

Así, la oposición entre los dos sistemas fue absoluto: por un lado todas las cosas se atribuían al hombre, por otro todas las cosas se adscribían a Dios. En ellas., las dos religiones, en el fondo las únicas dos posibles religiones, se encontraron en mortal combate: la religión de la fe y la religión de las obras: la religión que desespera de sí misina y arroja todas sus esperanzas en Dios el Salvador, Y la religión que pone entera confianza en sí mismo; puesto que la religión es, en su ver­dadera naturaleza, dependencia absoluta de Dios, o la religión en la pureza de su concepción, o un mero moralismo cuasi­religioso. La batalla fue aguda, pero el resultado fue felizmente indudable. En el triunfo del agustinianismo quedó establecido una vez por todas que el cristianismo tenía que quedar como religión y una religión para los hombres pecadores, que necesitan de la salvación, y que no debe corromperse en un mero sistema ético, apropiado solamente para los justos que no necesitan salvación.

Pero, como se nos ha dicho que el precio de la libertad es eterna vigilancia, así la Iglesia pronto encontró que la religión misma puede ser retenida solamente a costa de perpetua lucha. . . . El pelagianismo murió a duras penas: o más bien no murió del todo, sino sólo se retiró más o menos de la vista, y esperó su oportunidad: entre tanto, perturbando a la Iglesia con formas modificadas de sí misma, modificó justa­mente lo bastante para escapar a declaraciones escritas conde­natorias de la Iglesia. En lugar del pelagianismo apareció inmediatamente el semipelagianismo; y cuando la controversia contra el semipelagianismo había entrado en lucha y había ganado en la posición del semipelagianismo apareció el semi-semi‑pelagianismo, el cual el Concilio de Orange expuso a la Iglesia, el genio de un Aquino sistematizado para ella, y el Concilio de Trento finalmente ligó con ribetes de hierro esa porción de la Iglesia que le obedeció. La necesidad de gracia había sido reconocida como el resultado de la contro­versia pelagiana: su prevención como resultado de al contro­versia semipelagiana: pero su eficacia positiva, su “irresisti­bilidad”, según se dice, fue por el fatal compromiso de la negativa de Orange, y así la conquistadora marcha del agustinianisino fue detenida y la confesión pura de la salvación sólo por la gracia se hizo para siempre imposible dentro de esa sección de la Iglesia cuya jactancia orgullosa es la de que es SEMPER EADEM. No fue ya legalmente posible, por cierto, dentro de los límites de la Iglesia adscribir al hombre, con el pelagiano, el todo de la salvación: ni aun con el semi­pelagiano, la iniciación de la salvación. Pero tampoco fue por más tiempo legalmente posible adscribir la salvación tan ente­ramente a la gracia de Dios que pudiera completarse así misma sin la ayuda de la desacreditada voluntad humana ‑-su ayuda solamente autorizada y movida por la preveniente gracia, sin duda, pero no efectivamente movida, de modo que no pudiera refrenar y derrotar las operaciones de la gracia salvadora.

La gravitación de este sistema sinergístico es obviamente descendente, y por lo tanto no podemos sorprendernos saber que fácilmente cavó destrozado en ese semipelagianismo ex­preso que, a pesar de su condenación oficial por la Iglesia, parece haber formado la fe práctica de la mayor parte de los hombres a través de la Edad Media, y en la que el acto determinante de salvación se asigna, no a la gracia de Dios llevando la salvación, sino al consentimiento de la voluntad, dando a la poderosa gracia de Dios su eficacia. He aquí una obra de salvación igualmente, aunque no tan grosera, como el pelagianismo puro en sí;  y de conformidad con el pensa­miento de la Edad Media, en que reinaba el legalismo supremo, un legalismo que produjo precisamente los mismos resultados tan vivamente descritos por Heinrich Weinel, como se manifiesta en los círculos judíos de los cuales el apóstol Pablo salió: “solamente puede estar feliz bajo la dispensación de la ley,” dice Weinel, "aquel que puede vivir una vida prolongada de mentira ... pero los caracteres honorables, francos, sinceros no pueden sentirse satisfechos con una mentira. Si son incapaces de resistir, mueren de la mentira; si son fuertes, es la mentira la que muere. La mentira inherente en la ley era la presunción de que podía cumplirse. Cada uno de los asociados de Pablo comprendía que el mandamiento no podía cumplirse, pero ninguno de ellos lo admitía. El mayor se conducía en presencia del más joven como si pudiera cumplirse: lo uno lo creía sobre la supuesta fuerza del otro, y no reconocía su propia imposibilidad. Se encerraron ellos en su propio pecado comparándose con otros hombres justos, y tenían que recurrir a remotas edades, a Enoc, a Noé y a Daniel para producir abogados para sus propias almas. Ellos esperaban que Dios permitiera hacer que las buenas obras de los santos cubrían sus deficiencias, y no olvidaban orar ocasionalmente por la misericordia, aunque, en general, seguían conservando la mentira y, así siguieron como si hubieran estado bien."

Este es un cuadro real de la Edad Media. Los hombres sabían muy bien que no podían ganar su salvación por sí mismos aun bajo la ¡licitación de la gracia de Dios: bien sabían que fracasaban en las "buenas obras”, en todo sentido, y se guardaban de toda ficción inútil. ¿No había ahí hombres fuertes "para matar la mentira?" Hombres poderosos se le­vantaron aquí y allá, un Gottschalk en el siglo noven, un Bradwardine, un Wyclif en el catorce, un Huss en el quince, un tardío Jansen en el diecisiete; pero a pesar de sus protestas, la mentira aún vivía y se sostenía hasta que un hombre real­mente fuerte, Martín Lutero, vino, y la mentira murió. El agustinianismo que había sido restringido por la Iglesia Ro­mana no pudo ser suprimido. La Iglesia se había ligado en lo que ya no podía contener. No quedaba romper las ligaduras y salir de ella. La explosión vino en lo que llamamos la Reforma: pues la Reforma no es otra cosa que el Agustinianismo reclamando sus derechos: el volverse de todo lo que es humano para descansar solamente en Dios para la salvación.

De consiguiente, nada es más fundamental en la doctrina de los reformadores que la completa inhabilidad del hombre y su absoluta necesidad de la gracia divina; y a nada se opusieron tan firmemente los reformadores como a la atribu­ción innata en el hombre para hacer el bien. Para Lutero, el pelagianismo era la herejía de las herejías, desde el punto de vista religioso equivalente a la incredulidad, desde el punto de vista ético equivalente a un mero egoísmo. Esto era para él, el término que encerraba todo lo que él particularmente quiere atacar en la Iglesia Católica. Su tratado DE SERVO ARBITRIO escrito contra el pelagianismo de Erasmo sobre la exaltación de la habilidad humana, era considerado por él el único de sus libros, excepto el catecismo, en el cual nada encontró que corregir. "En cuanto a la doctrina del libre albedrío como fue predicada antes que aparecieran Lutero y otros reformadores,” dice Calvino, "qué efecto podría tener sino llenar a los hombres de una opinión fantástica exagerada de su propia virtud, hinchándolos de vanidad, y no dejando lugar a la gracia y ayuda del Espíritu Santo." "Cuando decimos a un hombre," dice otra vez," "buscar la rectitud y la vida fuera de él, que está solamente en Cristo, porque él nada tiene en sí mismo sino el pecado y la muerte, se levanta inme­diatamente una controversia con referencia a la libertad y el poder de la voluntad. Pues si el hombre tiene alguna habilidad propia para servir a Dios, no obtiene la salvación enteramente por la gracia de Cristo, mas en parte se confiere a sí mismo. Aunque no llegamos que el hombre actúa espontánea y libre­mente cuando está guiado por el Espíritu Santo, sostenemos que toda su naturaleza está impregnada con la depravación, que de sí mismo no posee la capacidad para obrar rectamente."

No tardó mucho, sin embargo, aun en los círculos del agustinianismo comprendido, en que la adscripción de la sal­vación para Dios sólo era algo así como una pasión, antes de que el viejo fermento de la salvación propia comenzó a obrar otra vez. Fue nada menos que en la persona de Felipe Melanchthon que esta nueva "caída de la gracia" entró en el pensamiento de la Reforma, aunque en su enseñanza hizo muy poco progreso. Tres períodos se distinguen en el desarrollo de su doctrina. En el primero de estos fue tan puro como un agustiniano, como Lutero, como Calvino mismo. En el segundo, comenzado en 1527, principia penetrando a la escuela aristotélica en su doctrina general de la voluntad. En el tercero, desde 1632 en adelante, admite algún lugar a la voluntad del hombre, aunque sea sólo con un poder puramente formal, en el proceso de la salvación: puede poner las inclinaciones espirituales creadas solamente por el Espíritu Santo, en cadenas o en el trono. A partir de este momento el sinergismo rápidamente torna forma en la Iglesia Luterana." Es verdad que pudo encontrarse con oposiciones: los viejos luteranos, un Amsdorf, un Flacio, un Wegand, un Brenz, eran todos agustinianos completamente convencidos. Pero la oposición no era tan vigorosa como pudo haber sido si la controversia con los calvinistas no hubiera estado en su mayor desarrollo. Aun Brenz permitió a Strigel reprocharlo en la disputa de Weigmar sobre la predestinación, sin tomar abiertamente la ofensiva. Así Andrea pudo corromper la doctrina de Lutero, en la con­ferencia de Mompelgard, en 1586, sin encontrar reproches; Aegidius Hunnius pudo enseñar abiertamente la resistibilidad de la gracia, y John Gerhard pudo condicionar la elección en previsión de la fe." Cuando Melanchthon se entretuvo con frases ambiguas tales como "Dios tira los voluntarios hacia Él” “1a voluntad libre es el poder del hombre para recibir él mismo a la gracia," estaba jugando con fuego. Cien años más tarde los teólogos sajones Hoe Van Hohenegg y Poli­carpo Leyser en la conferencia de Leipzig de marzo de 1631 pudieron confiadamente presentar como doctrina luterana la declaración: "Dios ciertamente nos eligió por gracia en Cristo; pero esto tuvo lugar de acuerdo con la previsión de quienes verdadera y constantemente creerían en Cristo; y a quienes Dios previó que creerían, a ellos predestinó y eligió El para hacerlos benditos y gloriosos." La obra maravillosa de la gracia de Dios que levanta a los muertos que Lutero tan apasionadamente proclamó, se ponía ahora toda a disposición de esa voluntad del hombre que Lutero declaró estar absolutamente esclavizado al pecado y capaz de mover en buena parte sólo como si fuera llevada y sostenida por la gracia.

Pero las cosas no se han mejorado con el curso de los años. Entre los más estimados maestros de nuestros días se encuentra el profesor de Teología de Breslau, Wilhelm Sclimidt, quien nos dice que "el propósito y amor divinos pueden percibirse como realidad solamente y con muy precisa forma a través de la voluntad del ser a quien están dirigidos;" y en una palabra, hay ahí en contraste con los santos decretos de Dios una libertad establecida por El mismo, contra la cual casi siempre se estrellan, y puede indudablemente, en cada caso individual, estrellarse. Por lo tanto, no es capaz de rechazar, el PRAEDESTINATIO ESTRICTE DICTA de los calvi­nistas, pero igualmente repudia el PRAEDESTINATIO LATE DICTA de los antiguos teólogos luteranos, que enseñan un decreto de Dios por el cual todos los hombres están destinados a la salvación por una voluntad antecedente mientras por una voluntad consecuente todos los que están por determinación elegidos y ordenados para la salvación, quienes, Dios prevé, "filialmente creerán en Cristo." No obstante, él dice "Con la divina, es decir, la infalible previsión de ellos, las decisiones del hombre cesan de ser libres”. Así no solamente es la predes­tinación divina sino también la previsión divina sacrificada sobre el altar de la libertad humana, y la conclusión de todo el asunto está enunciado en las palabras: "todos los hombres están, hasta donde a Dios interesa o concierne, escritos en el libro de la vida (benevolentia universalis); pero de todos los que de ellos está escrito en él, está determinado finalmente sólo hasta el último día.” El resultado no puede conocerse antes, ni aun por Dios. No es bastante que la redención emplee la voluntad, de modo que pudiéramos decir que no hay reden­ción "a menos que el pecador coopere enérgicamente con ella," a pesar del hecho de que se interprete para significar que “se le permite a él mismo ser redimido." Debemos seguir adelante y decir que la "redención no llegaría a su fin y quedaría sin efecto, no obstante la mucha voluntad del amor divino y del consejo de salvación pudiera desearlo de otro modo, si el efecto no viene por la causa interna del hombre, sucediendo que de su propia iniciativa, echa mano del rescate y se arrepiente, abandona su pecado y comienza una vida recta.” Cuando Schmidt viene, por lo tanto, a hablarnos de la apli­cación de la salvación por el Espíritu Santo, explícitamente niega al Espíritu Santo poder alguno para producir la salva­ción en un alma renuente. "Aun el Espíritu Santo.” se nos dice, "no puede compeler a nadie a aceptar la salvación en presencia de la voluntad libre del hombre, que le pertenece por naturaleza. El puede realizar su propósito con nosotros solamente, si no ponemos obstrucciones a su obra, no nos retiramos de él, sino nos oponemos a su obra. Todo esto está en nuestro poder, y él se encuentra incapacitado para ayudar o se halla imposibilitado con respecto a ello si nosotros malversarnos su deseo. . . El que no quiere ser salvo no puede ser ayudado aun por el Espíritu Santo."' La asevera­ción‑propia podría escasamente ir más allá; a propósito trataremos de interpretar los siguientes versos de W. E. Henley, que aunque conmovedores, carecen de sentido:

Más allá de la noche que me cubre
negra como el abismo de polo a polo,
doy gracias a los dioses, cualesquiera que sean
por lo que puedan hacer por mi alma invencible.

Bajo la garra cruel de la circunstancia clamando voy
mas ni retrocedo ni auxilio pido
aunque bajo los golpes del destino
mi cabeza está sangrante, pero no vencida.

Más allá de este mundo de ira Y lágrimas,
no asoma sino el horror de las sombras,
y sin embargo la amenaza de los años
me encuentra y me encontrará sin miedo.

No importa cuan estrecha sea la puerta
cuan cargada de castigo se encuentre;
yo soy el amo de mi suerte;
yo soy el capitán de mi espíritu.

Esto es, por supuesto, el pelagianismo desvergonzado a menos que prefiriéramos llamarlo un completo paganismo. Y no obstante se menciona con calurosa aprobación por un ministro estimado de la Iglesia de Escocia escribiendo en casi el mismo espíritu sobre el tema de la "elección." Lo hace, sin duda, inmediatamente para sostener una animada asevera­ción del principio fundamental pelagiano de que la habilidad limita la obligación. "Esa vida consciente que se expresa diciendo: ¡tú debes!, despierta un eco de no menor repercusión que dice: "puesto que debo, luego puedo”. Ese "puedo" permanece siempre, por muy débil que venga.  Pelagio no podía pedir más.

Puede inferirse de tal fenómeno como el que se ha mencio­nado, que las Iglesias Reformadas, aunque retienen su confesión agustiniana, como no pudo hacerlo la luterana, y asechando el semipelagianismo arminiano que se inventó a principios del siglo diecisiete para vejarlos, como los luteranos no pudieran desechar su sinergismo, y sin embargo aun hasta nuestros días han sido perforados con las mismas concepciones "pela­gianizantes.” Esto es tan veraz que por todos lados hoy día aun en las Iglesias Reformadas, nos encontramos con las aseveraciones más limitadas de independencia humana, de la incontrolabilidad y en verdad de la indeterminabilidad absoluta de la acción de la voluntad humana. Los extremos a los que puede conducir esto están claramente ilustrados por ciertas observaciones, sin duda algo incidentales, por el doctor David W. Forrest en el desdichado libro que él llama muy equivocadamente "La Autoridad de Cristo" (1906). En su concepto la libertad humana ha llegado a tener una fuerza tan poderosa como para abolir no sólo los principios comunes de la religión evangélica, sino toda la fe en la propia providencia divina.

El ha adoptado, en efecto, un punto de vista de libre agencia que reserva al hombre completa independencia y excluye todo control divino, hasta la previsión de la acción humana. Incapaz de gobernar los actos de agentes libres, Dios se reduce a la necesidad de ajustarse constantemente a ellos. Según este criterio Dios tiene que aceptar en su universo mucho de lo que podría preferir no se encuentra ahí. Tenemos, por ejemplo, toda la esfera de lo accidental -, si cooperamos con otros en ocupaciones peligrosas, o, digamos, andamos en busca de placeres con un partido de cacería, podemos ser muertos por un acto falto de pericia de un compañero de labor o por el casual disparo de un cazador descuidado. Dios se encuentra imposibilitado en este caso, y ningún aprovechamiento se logrará apelando a él sobre el particular. Pues, dice el doctor Forres: “Dios sólo podría prevenir al mal operario o al tirador de causar la muerte a otros privándolo de su libertad para formar su propio proyecto o dar curso a su propio progreso." No hay, en una palabra, ningún control providencial, cualesquiera que sean los actos de los agentes libres. De consiguiente, el doctor Forrest nos dice: "a un hombre sabio no le sorprenderán esas trágicas crueldades que ocurren en el mundo, que parecen casi de error implacable: él reconoce las posibilidades de la libertad del hombre al desafiar la voluntad de Dios, tanto por el castigo de los sufrimientos como por el rechazo de la enseñanza derivada del sufrimiento." Tampoco puede la gracia de Dios intervenir para curar los defectos de su providencia. La libertad humana se interpondrá como una barrera efectiva a la obra de su gracia; y Dios no tiene poder para vencer la oposición del corazón humano. "No hay obstáculo a la entrada del Espíritu Santo al corazón," asegura el doctor Forrest con aire de gran confesión. "Excepto aquello creado por la rehúsa del corazón para darle una bienvenida," obviamente sólo es otra forma de decir que el rechazo del corazón es una barrera insuperable a la entrada del Espíritu Santo en él." En consecuencia, el progreso de su reino en el mundo no podría predecirse en sus detalles por nuestro Señor, sino quedar solamente en su mente como un bosquejo en sus rasgos generales. "El vio", dice el doctor Forrest, "que la conversión tenía su factor tanto humano como divino; y que las obras de Dios podrían hacerse imposibles por las perversidades del hombre de incredulidad. De aquí que el trayecto detallado del reino en el mundo fuera una cosa inescrutable. . ." Aun en la Iglesia misma el propósito divino puede fallar, a pesar de la presencia en ella del Espíritu Santo prometida por Dios; pues, aunque el Espíritu no fallara para guiar a la Iglesia, ésta puede fracasar en el cumplimiento de las condiciones bajo las cuales podría aprovecharse de la guía del Espíritu.” Tan celoso, en una palabra, es el doctor Forrest para emancipar al hombre del dominio de Dios que está a punto de colocar a Dios bajo el dominio del hombre. El mundo que Dios ha creado ha escapado más allá de sus límites; nada queda a Dios por hacer sino aceptarlo como lo encuentre y ajustarse a sí mismo a ello como mejor le sea posible. Una vez se le dijo a Tomás Carlyle que Margarita Fuller había anunciado en su forma solemne: "Yo acepto el universo," "¡Ah, lo debe hacer!" fue el sencillo comentario del sabio. ¿Está el Altísimo Señor Dios en el mismo caso?

Si en cierto grado es éste el caso de Dios por supuesto no puede hablarse de Dios como el Salvador del hombre. Si el hombre ha de ser salvo de cualquier manera, aunque es cuestionable o dudoso si "salvo" es la palabra correcta que debe usarse aquí, es claro que él debe salvarse a sí mismo. Si podemos hablar todavía de un plan de la salvación por parte de Dios, ese plan debe reducirse precisamente a guardar el camino de la salvación abierto para que el hombre, que es el amo de su destino propio, no pueda encontrar obstáculos cuando elija el camino. En sentido estricto, ésta es la concepción de "salvación" que ahora tiene amplia aceptación confidencial en los altos círculos.

Este es el gozne, indudablemente, sobre el cual gira todo el pensamiento del Nuevo Protestantismo que se ha levantado en nuestros días, repudiando la Reforma y todas sus obras como un mero medievalismo, y atándose más bien al iluminismo, como el nacimiento de un nuevo mundo, un mundo nuevo en el que gobierne el hombre, el Señor de todo. Nos hemos acostumbrado a llamar todo el movimiento "Racionalismo", y como una fase sigue a otra, en el Rationalismus Volgaris de Wescheider, diremos; en Kant y sus seguidores: en las escuelas post-kantianas; y ahora en nuestro "Nuevo Protestantismo" debemos al menos otorgarle el encomio de estar creciendo maravillosamente fiel a la letra.

Profundos pensadores como Kant y tal vez podamos decir, aun más pensadores despiertos espiritualmente como Rudolf Eucken son incapaces de estimar superficialmente la naturaleza humana para no ver en ella sino lo bueno. Pero aun la percepción del mal radical de la naturaleza humana no puede librarlos del círculo fijo del pensamiento que asegura la habilidad humana para todas las esferas de la obligación humana, como quiera que sea esa habilidad sea estructurada. "¿Cómo es posible para un hombre naturalmente malo hacerse un hombre bueno?," exclama Kant, "enteramente frustra nuestro pensamiento, porque ¿cómo puede un árbol corrupto producir buen fruto?" Pero él es, a pesar de la imposibilidad percibida de ello, capaz de apoyarse en la solución, o más bien en la no solución, del débil, "debe ser para nosotros posible llegar a ser mejores, aún si eso que podemos hacer fuera insuficiente de sí mismo, y todo lo que pudiéramos hacer sería hacernos receptivos a una ayuda superior de un tipo inescrutable." Más allá está flotando un recurso similar de un poder místico a través de la vida del hombre que lucha por mejorarse, que aun ni Rudolf Eucken logra alcanzar. Y así nuestro pensamiento más moderno sólo reproduce el pelagianismo con un sentido menos profundo (nos referimos al pelagianismo antiguo). de culpa y un poco menos profundo de las dificultades que el mal ha traído sobre el hombre. Acerca de la expiación nada quiere saber; mientras da lugar para ayuda alguna, ésta debe ser tal que fluya en el alma en respuesta a y a lo largo de las líneas de sus propios esfuerzos creadores.

A excepción de las más profundas filosofías, aun esto empobrece, y las formas más superficiales del pelagianismo brotan con entera libertad de todo sentido de insuficiencia. La expresión más característica de este punto de vista general se da, quizás, en la argumentación de la parábola del Hijo Pródigo como incorporando no meramente la esencia sino la totalidad del evangelio. Tan estimada como es esta parábola por su gran mensaje de que hay gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, cuando se pervierte el propósito para el cual se habló y se presenta como todo el evangelio (CORRUPTIO OPTIMI PESSIMA), se convierte en el instrumento para desgarrar toda la estructura del cristianismo. No hay expiación en esta parábola, y en verdad ningún Cristo, ni aun la más atenuante función que pudiera posiblemente adscribirse a un Cristo. No hay gracia creadora en esta parábola; y sin duda ni Espíritu Santo en alguna operación la más infectiva que pudiera atribuirse a él. No hay solícito amor de Dios en esta parábola; el padre en la parábola no presta absolutamente ninguna atención a su hijo errante, lo deja solo y aparentemente no siente ninguna preocupación acerca de él. Considera como una representación pictórica del evangelio, su enseñanza precisamente es ésta, y nada más: que cuando alguno, completamente de su propia volición, escoja levantarse para retornar a Dios, será recibido con aclamación. Es ciertamente un evangelio muy lisonjero. Es halagüeño decir que podemos levantarnos e ir a Dios en cualquier momento que lo dispongamos, y que nadie nos va a importunar a ello. Es halagüeño decir que cuando preferimos volver a Dios podemos inspirar respeto en una hermosa recepción, y sin verse sujeto a preguntas. Pero, ¿es éste el evangelio de Jesucristo? ¿está sintetizada toda la enseñanza de Jesucristo en esto: que las puertas del cielo se abren a cualquiera que pueda entrar siempre y cuando le plazca? Eso es lo que todo el cuerpo liberal de teólogos modernos nos dice: nuestros Harnacks y Boussets y sus innumerables discípulos e imitadores. . . .

"Innumerables discípulos e imitadores," digo: porque seguramente esta enseñanza se ha esparcido por el mundo. Nos dice Erich Schader que durante su vida profesional como catedrático ningún estudiante ha venido jamás ante él con el problema de la presentación de las dos parábolas del Fariseo y el Publicano orando en el templo y la del Hijo Pródigo, en el sentido de que el perdón de Dios está condicionado por nada y que no se necesita expiación, y que no haya hecho por un tiempo más o menos prolongado una profunda impresión. Es un pelagianismo, como usted ve, y que de plano pelagianiza a Pelagio. Porque Pelagio tuvo algún reconocimiento de la culpa del pecado y dio algún reconocimiento de la obra expiatoria de Cristo haciendo expiación por esta culpa. Y ninguna de esas dos cosas hace esta teología. Con ningún sentido verdadero de culpabilidad y sin el menor sentimiento por las inhabilidades que vienen del pecado, satisfactoriamente pone el perdón a la disposición de cualquiera que se digne tomarla de sus manos” El punto de vista acerca de que Dios aquí comprendido, alguien no hábilmente sino algo sarcásticamente ha llamado Ia concepción animal doméstica de Dios." Como se puede tener ovejas para producir lana, y vacas para producir leche, así se puede tener a Dios para dar perdón. Lo que significa está ásperamente ilustrado por la historia del pobre Heinrich Heine, agonizando sobre su lecho de dolor, quien, al ser interrogado por un oficioso visitante si tenía la esperanza del perdón de sus pecados, replicó mirando hacia arriba con un gesto de burla amarga: "por supuesto que para eso tenemos a Dios." "Por supuesto que para eso tenemos a Dios!" Es así como piensa nuestra teología liberal moderna acerca de Dios. El no tiene sino una función y se pone en contacto con el hombre en un solo punto: existe para perdonar los pecados.

Más o menos en el mismo espíritu se anuncia aquí y allá por todos lados la apasionada proclama de lo que a sus adherentes les gusta llamar "un evangelio de libre albedrío." Es indudable que se pretenda enfatizar la universalidad del evangelio ofrecido. Pero ¿acaso no nos lanzamos más allá de lo estipulado cuando nos parece depender la salvación puramente de la voluntad humana? Y ¿No deberíamos detenernos para considerar, si así lo hiciéramos, que abrimos la salvación de libre albedrío a "quienquiera"', por un lado, y por el otro lo abrimos solamente "quien lo quiera?" Y ¿quién, en este mundo de muerte y de pecado, no digo meramente desea sino puede desear hacer lo bueno? ¿No es siempre verdad que las uvas no brotan de las espinas ni los higos de los abrojos? ¿qué solamente el buen árbol produce buen fruto, mientras que el árbol malo siempre y dondequiera produce mal fruto? No es solamente Hannah 'More's Black el Traspasador quien puede encontrar "dificultad arrepentirse cuando quiere." Es muy inútil hablar de la salvación para "quien lo quiera” en un inundo de voluntad negativa. Aquí está el punto verdadero de la dificultad: ¿Cómo, dónde podemos obtener la voluntad? Dejen a los otros regocijarse en un evangelio de  quien lo quiera; porque al pecador que se reconoce así mismo, como es pecador, y sabe lo que es ser un pecador, solamente la voluntad motivada por Dios le será suficiente. Si el evangelio ha de estar dedicado para voluntades muertas de hombres pecaminosos, y nada se encuentra en lo alto y más allá, ¿quién, entonces, puede ser salvo?

            Como se expresa un reciente escritor. que no tiene pretensiones de poseer conocimientos de ortodoxia especial, pero que tiene algo de percepción interna de filosofía, señala diciendo. "el mismo que va a determinar, es el mismo que va a ser determinado;" "el mismo ser," de acuerdo con Pelagio, “que tiene que ser bueno es el mismo ser malo que necesita ser bueno." "La enfermedad está en la voluntad, no en otra parte de nosotros que no sea la voluntad sino controlada por la voluntad. ¿Cómo puede la voluntad enferma proveer para curarse?" El asiento del problema se encuentra en nuestras voluntades; podríamos ser buenos si quisiéramos, pero no queremos; y no podernos comenzar a desearlo, a menos que queramos comenzar así, esto, a menos que ya estemos dispuestos a querer. . . "¿quién se librará del cuerpo de esta muerte?" "Doy gracias a ni¡ Dios por Jesucristo, nuestro Señor." Se me dice que ine arrepienta si yo quisiera ser perdonado: Pero ¿cómo puedo arrepentirme? Sólo hago lo que es malo porque me gusta, y no puedo detenerme de gustarlo o desear algo mejor porque se me dice que lo haga así, ni aun porque esté probado que podría ser mejor para mí. Si tengo que ser transformado, algo debe haber en mí que me transforme, “¿Puede el durazno renovar su botón perdido?”, pregunta Cristina G. Rosseti, más poéticamente, pero con el mismo tono de agudeza:

¿Puede el durazno renovar el botón perdido,
o la violeta su aroma desvanecido
o la nieve manchada tornarse blanca en la noche?
El hombre no puede alcanzarlo, aunque nunca tema:
el leproso Naamán
muestra lo que Dios quiere y puede.

Dios, lo que entonces obró, obrando está aquí;
Por lo tanto deja que la vergüenza,
no la sombra de angustia tiña tu frente.
Dios que obró entonces, obrando está ahora.

Es sólo en la omnipotencia amorosa y en el amor omnipotente de Dios que un pecador puede confiar. "Cristo", grita Charles H. Spurgeon, "no es 'poderoso para salvar' a los que se arrepienten, sino que puede hacer que los hombres se arrepientan. El llevará a los cielos a los que creen: pero es aún más poderoso para dar a los hombres nuevos corazones, Y obrar la fe en ellos. El es poderoso para hacer que el hombre que aborrece la santidad, la ame, y obligar al desdeñador de su nombre doblar la rodilla delante de El. No, no es éste todo el significado, pues el poder divino se ve igualmente en la obra posterior. . . El es poderoso para guardar a su pueblo santo después que los ha hecho así, y para preservarlos en temor y amor, hasta que él consuma su existencia espiritual en el cielo."

Si así no fuera el caso del pecador sería desesperado. Es solamente en la omnipotente gracia en que el pecador puede esperar: pues es sólo la omnipotente gracia la que puede levantar a los muertos. ¿Qué beneficiaría enviar al heraldo gritando en medio de las multitudes de muertos: "Las puertas del cielo están abiertas; todo aquel que quiera entrar en él?" La verdadera cuestión apremiante es, ?quién quiere hacer que vivan estos huesos secos? Como contraste a todas las enseñanzas que pudieran tentar al hombre a confiar él mismo en algo, aun en la más pequeña parte, de su salvación, el cristianismo lo empuja terminantemente a Dios. Es Dios y Dios solamente quien salva, y que está en todo elemento del proceso salvador. “Si hubiera un solo punto,” dice Spurgeon atinadamente, “en la vestidura celestial de nuestra justicia que nosotros mismos tengamos que poner, estamos perdidos.”

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Capítulo III

EL SACERDOTALISMO

Es el testimonio consistente de la Iglesia Universal que la salvación procede de Dios, y solamente de Dios. La ten­dencia constantemente mostrándose en todas las ramas de la Iglesia por igual de concebir la salvación, de una manera, u otra, en un grado mayor o menor, como procedente del hombre, es así marcada por toda la Iglesia en su testimonio oficial como un resto pagano no todavía del todo eliminado del pensamiento y sentimiento de los que profesan y se llaman a sí mismos cristianos. La incesante reaparición de esta tendencia en una u otra forma a través de la Iglesia, es evidencia suficiente, sin embargo, de la dificultad que los hombres sienten en pre­servar en su pureza la adscripción cristiana de la salvación a Dios solamente. Y esta dificultad se impone a sí misma en otra forma en una diferencia de gran alcance que se ha levan­tado en el testimonio organizado de la Iglesia misma con respecto al modo de la operación divina en la obra salvadora del hombre.

Aunque la salvación se declara ser totalmente de Dios, quien solamente puede salvar, no obstante se ha enseñado en una gran porción de la Iglesia (hasta el momento en la mayor porción de la Iglesia), que Dios, al obrar la salvación, no opera sobre el alma humana directamente, sino de modo indi­recto; es decir, a través de las instrumentalidades que El ha establecido como medios por los cuales su gracia salvadora se comunica a los hombres. Como estas instrumentalidades están encomendadas a manos humanas para su administración, un factor humano está así introducido entre la gracia salvadora de Dios y su operación efectiva en las almas de los hombres; y este factor humano indudablemente se hace determinante en ¡a salvación." Contra este sistema sacerdotal, como apropia­damente se le llama, toda la Iglesia protestante, en todas sus partes, luterana y reformada, calvinista y arminiana, levantan protesta apasionada. En interés del puro supernaturalismo de la salvación insiste que Dios, el Señor mismo trabaja por su gracia inmediatamente sobre las almas de los hombres, y no ha dependido ninguna salvación del hombre sobre la fidelidad o capricho de sus congéneres. En las palabras del viejo John Hooper, la condena como "una opinión infiel" la noción que atribuye la salvación del hombre al recibo de un sacramento externo", como si el Espíritu de Dios no pudiera ser llevado por la fe en el penitente y en la entristecida conciencia, excepto si se libra siempre en un vehículo y sacramento externo. En oposición a esta "opinión infiel" el protestantismo hace de­pender la felicidad del espíritu directamente, sin intermediario ninguno, sobre la gracia de Dios solamente.

El principio sacerdotal encuentra muy completa expresión en el sistema compacto y lógicamente desarrollado de la Iglesia de Roma. De acuerdo con este sistema, Dios, el Señor, no está mirando la salvación de los hombres directamente v de manera inmediata: todo lo que hace por la salvación de los hombres lo hace por mediación de la iglesia, a la cual habiéndola dotado con poderes adecuados a la tarea, le ha comisionado toda la obra de la salvación. "Es apenas incorrecto decir," señala el doctor W. P. Paterson al exponer la doctrina de la Iglesia de Roma sobre este punto "que en la concepción católica romana el carácter central de la religión cristiana es la institución sobrenatural que representa a Cristo, la cual continúa su obra y que actúa como la virtual mediadora de las bendiciones de la salvación. Su vocación o comisión es nada menos que la perpetuidad de la obra del Redentor. No reemplaza natural­mente, la obra de Cristo. Su presuposición es que Cristo. el Eterno Hijo de Dios, puso los fundamentos de su obra en su encarnación y en su muerte expiatoria: que de él viene últimamente todo poder, autoridad y gracia, y que como de él procede toda bendición espiritual, así a él pertenece toda la gloria. Pero en la dispensación actual o presente, la Iglesia, en gran medida, ha tomado posesión de la obra de Cristo. Es, en un sentido real, tina reencarnación de Cristo hasta el fin de la continuación v consumación de su misión redentora. Por medio de la Iglesia continúa ejecutando los oficios de Profeta, de Sacerdote y de Rey. Su oficio profético es perpe­tuar por el testimonio a la verdad una vez entregada a los santos, e interpretando y determinando la doctrina con su autoridad infalible que lleva el mismo peso y seguridad de su propia revelación original. Lo reemplaza sobre la tierra en él ejercicio del oficio sacerdotal. Lo presenta tan completamente en la función sacerdotal de mediación entre Dios y el hombre, como si no hubiera otro nombre dado a los hombres en la tierra que el de Jesús, por el cual (de donde) podamos ser salvos, así no hay salvación pactada fuera de la organización visible de la que es la Cabeza invisible. Se concibe, además, que representa como sacerdote sacrificante por la perpetua repetición en la misa de la oblación que él ofreció una vez en la cruz. En este divino sacrificio que se celebra en la misa, se enseña que el mismo Cristo está contenido e inmolado en una forma incruenta sobre el altar de la cruz; y este sacrificio es verdaderamente propiciatorio. Y, finalmente, administra el poder real de Cristo en la tierra. Tiene una absoluta pretensión la obediencia de sus miembros en todos los asuntos de fe deber, con el derecho y deber de castigar la desobediencia por la infracción de sus leyes. y obligar a los contumaces."
En una palabra, la iglesia en este sistema pretende ser Jesucristo mismo en su forma terrenal, y es por lo tanto, sustituida de él como el objeto más próximo de la fe de los cristianos. "La Iglesia visible," dice Mohler, "es el Hijo de Dios, como continuamente se manifiesta, siempre repitién­dose así mismo y eternamente renovando su juventud entre los hombres en forma humana. Es su perenne encarnación." Es a la Iglesia. entonces a la que los hombres deben mirar para su salvación; es de la Iglesia y de sus ordenanzas que se comunica la salvación a los hombres; de hecho, es a la Iglesia, más bien que a Cristo o a la gracia de Dios a que la salvación de los hombres se adscribe. Solamente "por medio de los más santos sacramentos de la Iglesia," está declarado plenamente, es, "que toda justicia, ya sea que comience; o que haya co­menzado, se incrementa, o que se haya perdido, se repara.­"El defecto radical religioso de la concepción, "comenta el doctor Paterson." justamente," es que hace caer al pecador en manos del hombre, más bien que en la mano del todo misericordioso Dios. Nosotros miramos a Dios para la salvación, , y nos referimos a una institución que, a pesar de sus elevadas pretensiones, está manifiestamente demasiada fermentada y controlada por los pensamientos de hombres iguales a nosotros." Además, "el error radical del sistema romano es que la Iglesia Visible, que es humana tanto como divina, y que ha llegado a ser más y más humana, se había impuesto grande­mente en el lugar de Dios y del Salvador; y para la más profunda penetración o comprensión religiosa parece que los hombres estuvieran siendo invitados y requeridos para realizar la insatisfactoria aventura de confiar ellos mismos en las previsiones y leyes de origen humano como la condición de obtener la salvación divina. Se sentía que la necesidad del espíritu era presionar más allá del inseguro instrumento hu­mano con sus mediatorias reclamaciones y servicios, a las promesas de Dios y a la finalizada obra del Salvador divino, y mirar a Dios para la mejor seguridad de verdad y salvación que es dada interiormente por el Espíritu Santo de Dios, La revisión protestante, en resumen. está más que justificada por la necesidad religiosa de basar la salvación sobre un funda­mento puramente divino, y de dispensar con la maquinaria eclesiástica que era grandemente humana en su origen y con­cepción." La interrogación que se formule el sacerdotalismo. en una palabra, es justamente si es Dios el Señor quien nos salva, o son los hombres, actuando en el nombre y vestidos con los poderes de Dios, a quienes debemos mirar para la salvación. Esta es la cuestión que divide la religión sacerdotalista y la evangélica.

Lo esencial del esquema sacerdotal como considera la ver­dadera salvación individual de los hombres, puede tal vez expresarse claramente diciendo que, de acuerdo con ella, Dios realmente desea (o, como la peculiar frase pone. quiere por un antecedente de voluntad condicional) la salvación de todos los hombres, y ha hecho provisión adecuada para su salvación en la iglesia con sus sistema sacramental: pero comisiona o encarga el trabajo existente de la iglesia y su sistema sacra­mental a la operación de las causas secundarias por las que la aplicación de la gracia se efectúa por medio de la iglesia y su sistema sacramental. Como este sistema de causas secundarias no se ha instituido con la mira de la transmisión de los sacra­mentos a hombres particulares o a la retención de ellos de hombres particulares, sino pertenece a su provisión general para el gobierno del mundo, la verdadera distribución de la gracia de Dios por la Iglesia y los sacramentos queda fuera del gobierno de su graciosa voluntad. Los que se salvan obte­niendo los sacramentos, y los que se pierden por falta de los sacramentos, se salvan o se pierden consecuentemente, no por la consignación divina, sino por la obra natural de las causas secundarias. Antecedente y voluntad condicional de Dios es que todos sean salvos, esto, sobre la condición de recibir la gracia por medio de los sacramentos distribuidos bajo el go­bierno de las causas secundarias, es suplantada por una absoluta voluntad consecuente de la salvación, por consiguiente, sólo en el caso de aquellos, los que él prevé, serán bajo el gobierno de las causas secundarias, de hecho recibirán los sacramentos y la gracia que se confiere por medio de ellos. Así se supone, Dios se libra de toda responsabilidad con respecto de lo inade­cuado de la distribución de la gracia salvadora. Por su voluntad condicional antecedente él quiere la salvación para todos. Que no todos son salvos se debe a la falta de algunos de recibir la requerida gracia por medio de los sacramentos. Y su falta de recibir los sacramentos y la gracia impartida en ellos se debe solamente a la acción de las causas secundarias a las que se ha comisionado la distribución de los sacramentos, es decir, a la obra de la causa general, completamente independiente de la voluntad antecedente de Dios de la salvación. Esto parece satisfacer las mentes de los razonamientos sacerdotales. Para los extraños parece significar que sólo Dios, habiendo hecho ciertas provisiones generales para la salvación, confía la salva­ción de los hombres a la obra de un sistema general de causas secundarias; en otras palabras. él declina estar personalmente preocupado en la salvación de los hombres Y deja a los hom­bres buscar en una forma natural las oportunidades de su salvación.

Todo el asunto está con bastante precisión expuesto por el profundo escritor jesuita William Humprey, S. J. con referencia particular al caso especial de los infantes moribundos no bautizados (y, en consecuencia, inevitablemente perdidos), que se ve aparentemente como un caso de difícil peculiaridad, requiriendo muy cuidadoso tratamiento. Nos resarcirá seguir su exposición.

"El orden del pensamiento," nos dice, "es como sigue: consecuentemente a la previsión del pecado original, y la infec­ción de toda la raza humana por ello, debido a la libre transgresión de Adán, su progenitor y cabeza, Dios en su miseri­cordia quiere la restauración de toda la raza humana. A este fin destina desde la eternidad, y promete, y envía en la plenitud del tiempo, Su Hijo encarnado, con naturaleza tomada de la misma raza humana. El quiere que su Hijo encarnado, quien es el Cristo, pueda exhibir plena satisfacción por todos los pecados. El acepta, como prevista, esta satisfacción. En el tiempo señalado, el Cristo verdaderamente la ofrece para todos los pecados humanos. 'Dios envió a su Hijo para que el mundo pueda ser salvo por él. 'El es la propiciación humana, aun los que mueren en la infancia, antes que usen la razón. En consecuencia están comprendidos todos los infantes en la vo­luntad de la redención. En la voluntad divina que acepta la satisfacción, y en la voluntad humana de Cristo que ofrece la satisfacción, por todos los pecados humanos ` hay también un ofrecimiento y satisfacción por el pecado original con el que todos los infantes están contaminados. De aquí, en vista de la virtud y de los méritos y de la sangre derramada de Cristo, Dios instituye para todos estos infantes un sacramento, por medio del cual pueda aplicarse a cada uno de ellos los méritos y satisfacción de Cristo. Todas estas previsiones han sido, por su naturaleza, ordenadas por Dios para la salvación de los infantes."

"Una voluntad de salvación cual es ésta, no es mera com­placencia en la bondad del objeto considerado por sí mismo; y, en este caso, la complacencia en la bondad de la salvación. Existe de parte de Dios una voluntad activa y operativa de salvación para los infantes. A todos y cada uno de ellos esta voluntad de redención está relacionada."

"Dios quiere efectuar la aplicación del sacramento del bau­tismo, no por sí mismo inmediatamente, sino por medio de causas secundarias; y gracias a estas causas secundarias, no a todos los infantes por voluntad absoluta, sino a todos los infantes (a medida que causas secundarias, de acuerdo con su universal y ordinaria providencia), actúan bajo ella."

“Entre estas causas secundarias están, en primer lugar, las voluntades libres de los seres humanos, de la cual la apli­cación del sacramento, al menos en el caso de muchísimos infantes, es dependiente. Dios anticipa estas voluntades huma­nas, las excita Y las inclina por sus preceptos, consejos y ayuda, tanto en el orden natural como en el orden sobrenatural. Así proporciona él a través de la diligencia y la solicitud de los que a ellos respecta; por los méritos congruentes y las buenas obras.; por las limosnas para buenas obras, y oraciones especialmente de los padres y de aquellos a quienes se ha con­fiado la guarda o tutela de los pequeños, y por las labores apostólicas de sus ministros., los infantes han de ser llevados a la gracia del bautismo. Como en el orden natural, así tam­bién el orden sobrenatural de la santificación y salvación eterna, Dios quiere proveer a los infantes por medio de otros seres humanos, y de acuerdo, con las demandas de las leyes generales de la providencia divina."

En esta forma la voluntad divina actúa sobre las voluntades de los hombres para procurar la salvación de al menos muchos infantes que, no obstante, por la culpa de los hombres, no son salvos. Con respecto a estos infantes, la antecedente voluntad de Dios es una voluntad activa, para que ellos sean salvos: aunque no es absoluta, sino bajo condición, que los hombres por su parte deben secundar la voluntad divina, como puedan y deban hacerlo y aunque, consecuentemente, a una acción contraria por parte de los hombres, Dios permite la muerte en el pecado original, y, en previsión de esto, Dios no quiere con una consecuente voluntad la salvación de estos infantes."

"Además de las voluntades de los seres humanos, que se encuentran en el orden moral, y son libres, hay también causas secundarias del orden físico, y éstas no son libres. Estas causas contribuyen, de acuerdo con las leyes comunes y ordinarias de la providencia, que la concesión del bautismo ya sea posible o imposible. El curso de estas causas y las leyes universales por las que están gobernadas, Dios, consecuentemente al pecado original  quiere que se queden tal como ellos están ahora. Dios no ha restaurado el estado preternatural de inmortalidad ni aun después de la redención de la raza humana por Cristo había sido decretado y efectuado. Por consecuencia, de acuerdo con el curso ordinario de estas leyes, sigue la muerte ahí de muchos infantes antes de usar de la razón: y esto algunas veces independientemente de todo ejercicio de la voluntad, y acción libre, de los seres humanos."

Con este curso natural de los acontecimientos hay tina voluntad condicional y antecedente en Dios, completamente consistente para la salvación de todos estos infantes. La con­dición bajo la cual él quiere la aplicación del bautismo a ellos es hasta donde el orden general, que ha sido precisa y sabiamente instituido, lo permita."

Si Dios había deseado este orden de causas físicas de sí mismo a fin de que los infantes murieran en pecado original, él, ciertamente, no pudo haber deseado la salvación de estos infantes. Dios, sin embargo, no ha instituido ese orden para este fin, ni está dirigido por su voluntad. El lo quiere para otros fines, y los más sabios fines.
"Por lo tanto, Dios no se propone la consecuente muerte de los infantes en pecado. El solamente lo permite, así como tampoco quiere estorbar, para todos los infantes, las demandas naturales de las leyes físicas, por un cambio de orden general, por medio de continuos milagros."

"Tal permisión prueba solamente, que no hay en Dios tina voluntad absoluta de la salvación de estos infantes. Ello en ninguna manera prueba que no hay en Dios una voluntad condicional de salvación de todos ellos."

"En resumen, Dios quiere la salvación de todos los infantes que mueren en pecado original por una voluntad antecedente, de acuerdo con su providencia común. En esta providencia común Dios pre‑establece para todo cierto fin, concibe y prepara suficientes medios para la obtención de ese fin, y deja cada cosa para usar estos fines o medios ' de acuerdo con las demandas de su naturaleza. Es decir, deja las causas naturales y necesarias actuar natural y necesariamente, causas contin­gentes para actuar, y causas libres para actuar libremente."

Pero ¡basta! Todo el plan se encuentra ahora ciertamente delante de nosotros: y todo el plan (generalizando desde el ejemplo particular tratado) obviamente es sin duda este: que si Dios ha hecho suficiente provisión para la salvación de todos los hombres, colocando esta provisión en el mundo bajo el gobierno del curso ordinario de la naturaleza, y dejado la actual salvación de los hombres para levarla a realizarse de acuerdo con este curso ordinario de la naturaleza. Es una especie de concepción deística del plan de la salvación: Dios introduce en el concurso de las causas por las que el mundo está gober­nado una serie de causas, obrando confluentemente dentro de ellas, encaminadas a la salvación y luego deja las labores con­ juntas de estas dos series de causas al desenvolvimiento de los resultados existentes. El no "alterará el orden general” él no intervendrá en el orden general por "milagros continuos." El precisamente encomendó la salvación al orden general como realmente establecido. Esto es obviamente a lo mejor para atribuir la salvación de los individuos a Dios, solamente en el sentido en que usted atribuya a Dios cualquier otro aconte­cimiento que le sobrevenga; tiene lugar bajo la operación de leyes generales. No hay supernaturalismo especial en su salva­ción, aun cuando sea salvo por la operación de instrumentali­dades especialmente supernaturales insertadas en el orden del mundo. Dios se coloca detrás de sus obras, Y un hombre, si se salva, se salva por la ley.

Si preguntamos, de consiguiente, por qué en este plan un hombre se salva más bien que otro, debemos responder, porque los sacramentos vienen a uno y no a otro. Si preguntamos por qué los sacramentos vienen a uno en vez de otro, debemos responder, porque el orden general de la providencia, sabia Y justamente instituida para el gobierno del mundo, les permite venir a uno y no a otro; y los agentes libres incluidos bajo el mandamiento de Dios, libremente concurren a ese fin en un caso y no en el otro. Si preguntamos si no es Dios quien ha dispuesto así la providencia como para producir estos efectos precisos debemos responder, no, porque el orden general de la providencia fue instituida para el gobierno sabio general de mundo y estos efectos particulares son meramente inciden­tales a ello. Si continuamos apremiando Y preguntamos, ¿no pudo Dios haber arreglado así su providencia general como para haber producido mejores resultados ', y no pudo así gober­nar al mundo para asegurar todo lo demás que él deseaba y ya la salvación de los hombres en número mayor y más parti­cularmente de elegir por su parte, enmudecemos. Pues hay una sujeción manifiesta de las actividades de Dios aquí para el trabajo de las instrumentalidades que él ha ordenado; hay una manifiesta subordinación de Dios en sus operaciones a segundas causas; o, colocándolo en otra forma, hay una ma­nifiesta remoción del hombre, para el asunto de su salvación, del control directo de Dios y, en su lugar una entrega de él a la tierra misericordia de un mecanismo.

La explicación del cristianismo desde el punto de vista del sacerdotalismo, no está desgraciadamente confinado en nuestros días a la antigua iglesia no reformada de la que el protestan­tismo salió, precisamente para que pudiera escapar de la dependencia de la iglesia más bien que de Dios sólo en materia de salvación. Un partido muy influyente (tal vez desde luego el más influyente, y por cierto para el espectador, lo más sobre­saliente) en la gran iglesia protestante de Inglaterra, y, si­guiéndola, grandes grupos en iglesias hijas, lo han recibido en más o menos integridad de expresión y de cierto con no vacilante aseveración. Es común en la actualidad oír a los hombres referirse a los escritores anglicanos a la iglesia más bien que directamente a Dios para la salvación; y considerar a la iglesia definida por ellos como la "extensión de la encar­nación."`6 "Para cualquiera que piense cuidadosamente, y crea en la encarnación," se nos dice por un influyente clérigo de la iglesia de Inglaterra," con todo el acento de convicción, "es evidente que la iglesia, el Cuerpo de Cristo, siempre unida con su Cabeza Divina, sostiene en ella misma las fuerzas de su vida," y por lo tanto está "equipada," no meramente para hablar por su Señor, sino prevalecientemente para "aplicar al alma individual la gracia ganada para su iglesia por nuestro bendito Redentor, y residiendo en ese Cuerpo porque está siempre unida a su Cabeza." Todo el sistema sacerdotal está envuelto en esta declaración. "La iglesia,” nos dice el Señor Darwell Stone, "es una sociedad visible, cuya obra es doble correspondiente a la obra del Señor, como se expresa en Juan 1. 17: . . . "La gracia y la Verdad vinieron por medio de Jesucristo:" "La iglesia como su Cuerpo místico y su órgano en el mundo, es la maestra de la verdad y el depósito de la gracia." "Desde el día de Pentecostés, el día de la creación de la Iglesia Cristiana," sigue explicando, "la vida ordinaria en la que Dios dona la gracia sobre las almas de los hombres es por medio de la humanidad glorificada de nuestro Señor, y la obra de Dios el Espíritu Santo. Los medios más cercanos de unión con la glorificada humanidad de Cristo, y el modo más inmediato de contacto con Dios el Espíritu Santo, están en el cuerpo místico de Cristo, que es la iglesia, y se abren a los hombres con el uso de los sacramentos. Así, la Iglesia Cristiana es el canal de la gracia." Desde este principio el señor Stone continúa exponiendo el sistema sacerdotal en una forma indistinguible de su ordinaria exposición en la Iglesia de Roma.

Pediremos, sin embargo, un doctor en divinidades ameri­cano para explicarnos el sistema sacerdotal cómo ha venido a enseñarse en las iglesias protestantes episcopales. "El hombre," leemos en la obra "Fe y Práctica Católica," del doctor A. G. Mortimer, "habiendo, caído antes que se cumpliera el propósito amoroso de Dios, debe ser redimido, restaurado de su escla­vitud, libertado de su pecado, reunido una vez más a Dios, de modo que la Vida Divina pueda otra vez influir en su debili­tada naturaleza."" "Por su vida y muerte Cristo hizo satis­facción por los pecados de todos los hombres, es decir, suficiente para toda la humanidad, para que por medio de la expiación sea dada suficiente gracia a cada alma para su salvación: pero la gracia, aunque suficiente, si es menospreciada, no llega a ser de provecho. "La encarnación y la expiación afectaron a la humanidad como una raza solamente. Por lo tanto. se hi­cieron necesarios algunos medios para transmitir los dones inapreciables que brotaron de ellas para los individuos de los que la raza está comprendida, no sólo en el tiempo cuando nuestro Señor estaba en la tierra, sino hasta el fin del mundo. Por esta necesidad, en consecuencia, Cristo fundó la iglesia." "Así la Iglesia llegó a ser el agente vivo por el cual las gracias y bendiciones que fluyeron de Cristo fueron dispensadas a cada alma individual que se las apropiara. La Iglesia no sólo pretende ser la maestra de la verdad y guía de la mora, sino . . . la dispensadora de la gracia que nos capacita para cumplir sus leves," la dispensadora de esa gracia que sólo puede capacitar al hombre para creer lo que es la verdad, para hacer lo recto, y para alcanzar su verdadero fin,. servir a Dios aceptablemente, y vivir con Dios felizmente en lo sucesivo." “Los medios principales de la gracia son los sacramentos." "Son los canales por los cuales el don espiritual es comunicado a nuestras almas. Los sacramentos cristianos, por lo tanto, no significan gracia pu­ramente, realmente pueden conferirla. De aquí que se llamen signos "efectivos" de la gracia. Su acción es EX OPERE OPERATO". "El bautismo es absolutamente nece­sario para la salvación, pues una persona no puede tener vida si no ha nacido. Esto se llama "NECESSITAS MEDIU' puesto que el bautismo es el medio por el cual se da la vida sobrenatural al alma y la individual es incorporada en Cristo." "Sin la ayuda de da eucaristía) la salvación sería tan difícil de obtener, como prácticamente imposible." Aquí está obviamente explícito un sacerdotalismo como el de la Iglesia de Roma misma, de la que, indudablemente, sencilla­mente se ha prestado. La Iglesia de modo completo ha tomado el Espíritu de Dios como la fuente cercana de gracia, y la acción del Espíritu divino en la aplicación de la salvación se pospone a y se sujeta a las operaciones de la Iglesia por medio de sus ordenanzas. De esta manera se remueve al alma de su inmediata dependencia de Dios y se le enseña a venir a la Iglesia y esperar todos los dones de gracia directamente de ella.

Una forma modificada y más suave de sacerdotalismo es inherente del luteranismo confesional, y está continuamente levantando a más o menos prominencia en ciertas fases del pensamiento luterano, creando así un alto partido en la Iglesia luterana también. Ha sido jactancia del luteranismo que, en distinción del calvinismo, una "reforma conservadora". La jactancia está justificada como en otros motivos, así también en este, que ha incorporado en su sistema confesional la esencia del sacerdotalismo que caracterizó la enseñanza de la antigua iglesia. El luteranismo, como el romanismo, enseña que la gracia de la salvación se confiere a los hombres por los medios de gracia, y no de otra manera. Pero hace ciertas modifica­ciones en la enseñanza sacerdotal que las toma de la antigua   iglesia, y estas modificaciones son de alcance tal que llegan a transformar todo el sistema. No oímos comúnmente en el sacerdotalismo luterano, mucho de "la iglesia". que es el mero CORCORDIS del sacerdotalismo romano: en vez de eso oímos los medios de gracia." Entre estos "medios de gracia" el énfasis mayor no descansa sobre los sacramentos, sino sobre "la Palabra", que se defina como "el medio de gracia‑" Y los medios de gracia no están representados como actuando EX OPERE OPERATO, pero constantemente se declara que son efectivos solamente a la fe. No digo que el plan sea consistente: como se considera está lleno de inconsistencias. Pero queda suficientemente sacerdotal para confinar las acti­vidades de la gracia salvadora a los medios de gracia, es decir, a la Palabra y los sacramentos y así interponer los medios de gracia entre el pecador y su Dios. El mal central del sacerdotalismo está, por lo tanto, presente en su esquema en su plena manifestación, y dondequiera es completamente operativo encontramos hombres exaltando los medios de gracia y más o menos olvidando el verdadero agente de todas las operaciones graciosas, el Espíritu Santo mismo, en su obsesión con las instrumentalidades a través de la cuales sólo él debe obrar. Es en un interés verdaderamente religioso, en consecuencia, que los reformados como contrastando con los luteranos, insisten            con energía que, importantes como son los medios de gracia, y honrados corno deben ser por nosotros porque son honrados por Dios el Espíritu Santo corno los instrumentos a través de los cuales él obra la gracia en los corazones de los hombres, no obstante después de todo la gracia que él obra por y a través de ellos la obra él mismo no desde ellos, sino inmedia­tamente desde de sí mismo, EXTRINSECUS ACCEDENS.

Hay tres aspectos de la obra del sistema sacerdotal que deben tomarse en cuenta claramente, si queremos evaluar con exactitud alguna el daño a los intereses religiosos que inevi­tablemente causa. Estos han sido más o menos expresamente aludidos ya anteriormente, pero parece deseable llamar parti­cular atención a ellos formalmente y justos.

En primer lugar, el sistema sacerdotal separa el alma del contacto directo o inmediata dependencia de Dios el Espíritu Santo como la fuente de todas las actividades graciosas. Se interpone entre el espíritu y la fuente de toda gracia un cuerpo de instrumentalidades, de las cuales intenta depender: y así traiciona el alma en una concepción mecánica de la sal­vación. La Iglesia, los medios de gracia, toman el lugar de Dios el Espíritu Santo en el pensamiento del cristiano, y así pierde todo el gozo y poder que procede de una comunión consciente y directa con Dios. Hace una diferencia muy grande para la vida religiosa y toda deferencia para el consuelo y la seguridad de la esperanza religiosa, si dependemos conscien­temente de las instrumentalidades de la gracia, o de Dios el Señor mismo, experimentando personalmente para nuestras almas, obrando la salvación en su gracia amorosa. Los dos tipos de piedad fomentados por la dependencia en las instru­mentalidades de la gracia y por la consciente comunión con Dios el Espíritu Santo, como un Salvador personal, son ter­minantemente diferentes, y la diferencia desde el punto de vista de religión vital no es favorable para el sacerdotalismo. Está en el interés de la religión vital, por lo tanto, que el espíritu protestante repudie al sacerdotalismo. Y es este repudio lo que constituye la esencia misma de lo evangélico. Precisa­mente lo que la religión evangélica significa es la inmediata dependencia del espíritu de Dios y de Dios solamente para la salvación.
En segundo lugar, el sacerdotalismo trata con Dios, el Espíritu Santo, la fuente de toda gracia, en completa negación de su personalidad, como si él fuera una fuerza natural, ope­rando no cuándo y dónde y cómo a él le place, sino uniforme y regularmente dondequiera que sus actividades son ejecutadas. Habla de la Iglesia como el "instituto de la salvación," o aun más, como "el depósito de la salvación," con aparentemente completa inconsciencia que así está hablando de la salvación como algo que puede ser acumulado o almacenado para uso cuando se necesite. La concepción no es esencialmente diferente de la de un almacenamiento de electricidad, dice, en un jarro de Leyden, donde puede almacenarse para el uso. Cuán horrible es esta concepción, que pueda ser deducida por simples alusiones de ella con franqueza bajo sus verdaderas formas de expresión: es equivalente a decir que la gracia salvadora, Dios el Espí­ritu Santo, está guardada bajo tapa y entregada a la voluntad de la iglesia p ara hacer la obra requerida por el.

Probable­mente no seria exageración decir que ninguna herejía puede ser más grosera que esa herejía que concibe la operación de Dios, el Espíritu Santo, bajo las formas de la acción de una fuerza natural, impersonal, y es claramente obvio que en el fondo ésta es la concepción que subraya el sistema sacerdotal. La iglesia, los medios de gracia, contienen en ellos mismos el Espíritu Santo como un poder salvador que opera cuando y dondequiera que estos sean aplicados y casi no podemos hablar de él.

Y esto obviamente envuelve, en tercer lugar, la sujeción del Espíritu Santo en sus graciosas operaciones al control de los hombres. En vez de la iglesia y de los sacramentos, los medios de gracia, estando concebidos, como se representan en las Escrituras, y como debe pensarse de ellas en todas las concepciones religiosas saludables de ellas, como instrumenta­lidades que el Espíritu Santo usa en la obra de salvación, el Espíritu Santo se hace un instrumento que la iglesia, los medios de gracia, usan en la obra salvadora. La iniciativa está colocada en la iglesia, los medios de gracia, y el Espíritu Santo está colocado a su disposición. El va a donde ellos ­transmiten; obra donde se le deja obrar: sus operaciones esperan el permiso de ellos; y aparte de su dirección y control él no puede obrar la salvación. Debe ser innecesario decir que ésta es una concepción degradante de los modos de acti­vidad del Espíritu Santo. Sus afinidades no son con la religión, en ningún sentido de la palabra, que implica relaciones perso­nales con un Dios personal, sino con la magia. En el fondo, lo concibe de las operaciones divinas corno a disposición del hombre, quien usa a Dios para sus propios fines, y comple­tamente olvida que más bien Dios debe ser concebido como usando al hombre para sus fines.

Es huir de todo esto y volver a Dios el Espíritu Santo en humilde dependencia de él como nuestro gracioso salvador, nuestro Señor personal y nuestro Gobernador y Líder Santo, que el evangelismo rehúsa tener algo que ver con el sacerdo­talismo, y vuelve de todas las instrumentalidades de la salvación para poner su sola confianza en el Salvador personal de las almas.

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Capítulo IV
EL UNIVERSALISMO

La ilota característica evangélica es formalmente marcada por toda la totalidad del protestantismo organizado. Es decir, todos los grandes cuerpos protestantes, en sus confesiones formales oficiales, están de acuerdo en confesar la dependencia completa del hombre pecador en la gracia de Dios solamente para la salvación y al concebir esta dependencia como inmediata y directa en el Espíritu Santo, actuando como una persona y operando directamente en el corazón del pecador. Es esta nota evangélica la que determina la peculiaridad de la convicción cristiana de las iglesias protestantes. El rasgo caracte­rístico de esa convicción cristiana es una conciencia profunda de la comunión personal íntima con Dios el Salvador, en quien descansa el alma con inmediato N, verdadero amor y confianza. Obviamente esta convicción piadosa es individualista hasta el hueso, y depende de su sostén en tina intensa con­vicción que Dios el Señor está relacionado con cada alma pecadora directamente y por sí mismo. Sin embargo, en pe­culiar contradicción a este individualista sentimiento que in­forma toda piedad verdaderamente evangélica, existe ahí en el protestantismo tina muy difundida tendencia a interpretar las actividades de Dios mirando a la salvación no individualísti­camente sino de modo universal para aseverar, en una palabra, que todo lo que Dios hace mirando hacia la salvación del hombre pecador, no lo hace para o por los hombres indivi­dualmente, sino para o por todos los hombres igualmente, sin hacer distinciones. Esta es la contención característica de lo que nosotros conocemos como arminianismo evangélico y del lute­ranismo evangélico y es la fervorosa convicción de grandes cuerpos del protestantismo unido en muchas comuniones, bajo muchos nombres.

Ahora visto superficialmente si es Dios el Señor y sólo él quien obra la salvación por una operación de su gracia inmediatamente en el corazón (que es el núcleo de la confesión evangélica) y si todo lo que Dios hace mirando a la salvación de los hombres lo hace por y para todos los hombres igual­mente, (que es la sustancia de la controversia universalista) ‑, bueno, entonces, todos los hombres sin excepción, deben ser salvos. Esta conclusión, parecería. se pueda escapar solo por ablandamiento en una u otra forma de la severidad de una o de otra de las premisas asumidas. 0 debe sostenerse que no es Dios solamente quien obra la salvación, pero que el verda­dero gozo de la salvación depende de un punto decisivo de algo en el hombre, o algo hecho por el hombre (y entonces caemos de nuestro evangelismo al mero naturalismo del autosoterismo) ; y debe sostenerse que las graciosas actividades de Dios mirando a la salvación no son después de todo absoluta­mente universales en su operación (y entonces hemos caído de nuestro universalismo aseverado) ; o más parecería inevitable que debemos demostrar que todos los hombres son salvos. El evangelismo consistente y el universalismo consistente pueden coexistir solamente si estamos preparados para aseverar la salvación por la poderosa gracia de Dios de todos los hombres sin excepción.

Así ha existido siempre una tendencia en los círculos evangélicos que disminuyen más o menos decisivamente de adscribir un completo particularismo a Dios en la distribución de su gracia, para asumir la salvación de hecho de todos los hombres, esto es, en caso de que su sentido de la completa dependencia del pecador en Dios para la salvación es firme y operativa. Entre las condenaciones de errores incluidas en la SUMA CONFESSIONIS ET CONCLUSIONUM del Sínodo que tuvo lugar en Debreczen en febrero de 1567, el día 24, encontramos una cláusula dirigida contra lo que son llamados los "Holopraedestinarii," que reza como sigue:" "La Santa Escritura rechaza por estas razones también a los Holopraedestinarri, esto es, los que imaginan que todo el mundo es electo y que sigue una predestinación universal de la promesa universal; y enseña que la‑ predestinación es de pocos, Y es particular., y que el número de los electos es determinado, y su catálogo se extiende aún a la cuenta de sus cabellos. "Porque los mismos cabellos de vuestra cabeza están contados. . . . Pero ni siquiera se sigue de esto que esta doctrina enseña que Dios es parcial o que haga acepción de personas." No nos cuidamos de inquirir quiénes hayan sido estos holopraedistinarri del siglo dieciséis, pero ciertamente de ese tiempo a esta parte nunca han faltado los que en interés de proteger a Dios del cargo de "parcialidad o respeto de personas," se han inclinado a sostener que él ha elegido a todos los hombres, para la salvación y por su poderosa gracia los lleva a todos a ese bendito destino. Los ejemplos más recientes y tal vez más instructivos de esta tendencia los ofrecen dos doctores en divinidades de la Iglesia de Escocia de nuestros días, el doctor William Hastie, desaparecido profesor de divinidades en la Universidad de Glasgow y el doctor William P. Paterson, que hoy sostiene la cátedra de divinidades, la de Chalmers y Flint, en la Uni­versidad de Edimburgo. En sus admirables conferencias Croall sobre "La Teología de las Iglesias Reformadas en sus Prin­cipios Fundamentales," el doctor Hastie proclama que "la palabra de la esperanza eterna me parece el último mensaje de la Teología Reformada;” y el doctor Paterson levanta la alusión y engrandece en ella el excelente capítulo sobre "El Testimonio de las Iglesias Reformadas" incluidas en su Conferencia Baird sobre "La Regla de la Fe". El doctor Paterson considera que el calvinismo contiene en sí mismo elementos "que son mutuamente repulsivos," en sus "doctrinas del castigo eterno" por una parte, y sus "doctrinas de elección y gracia irresistible" por la otra. Sin duda se puede tener algún alivio "cuando el pensamiento se rebela contra la idea de hacer responsable a Dios, "del eterno castigo de algunos" por una doctrina de reprobación," para refugiarse en un tipo de pensamiento arminiano o semiarminiano." Este alivio sería logrado, sin embargo, al costosísimo precio del abandono a la propiedad del pensamiento y apostatando de la fidelidad al principio evangélico, que es el corazón del cristianismo. No queda ahí, entonces, de acuerdo con el doctor Paterson, otro camino que descartar la doctrina del castigo eterno, y para “resolver la reprobación a la falta temporal del privilegio y al gozo espiritual. "Y él, un poco complacientemente, declara que "es una curiosa circunstancia que, mientras que el calvi­nismo ha llegado a ser impopular principalmente por causa de su identificación con una doctrina horrenda, amarga y cruel del castigo eterno, es el único sistema que contiene principios, en sus doctrinas de elección y gracia irresistible, que podrían hacer creíble una teoría de restauración universal."

Lo que el doctor Paterson dice en estas últimas palabras es bastante cierto: pero es cierto solamente porque, cuando se considera justamente el calvinismo, con sus doctrinas de elección Y gracia irresistibles, es el único sistema que puede hacer creíble la salvación de cualquier pecador; puesto que en estas doctrinas solamente se incorporan en su pureza los principios evangélicos que la salvación viene de Dios y sólo de él, solamente en la obra inmediata de su gracia. Ya sea que esta gracia en la inexplicable misericordia de Dios sea concedida a algunos hombres solamente o se extienda a todos los hombres igualmente, es una cuestión diferente para deter­minarse en sus propias bases. Y esta cuestión ciertamente no es fácilmente resuelta por la simple suposición de que la mi­sericordia de Dios debe ser extendida a todos igualmente, luego que por otra parte no todos los hombres pueden ser salvos. La presuposición fundamental de tal suposición no es otra que Dios debe la salvación a todos los hombres, es decir, que el pecado no es realmente pecado y ha de ser con­siderado más bien como un infortunio que corno enfermedad incurable.

Que éste es el bajo punto de vista del pecado que es realmente determinativo de toda la dirección del pensamiento del doctor Paterson en este punto, llega a ser aparente inme­diatamente tomando en cuenta los términos de su argumento. "Ha sido costumbre decir," razona él, "que no habiendo injusticia en el castigo de todos los seres culpables, no habiendo ninguno en el castigo de algunos seres culpable de la totalidad. Los que son salvos, lo son por la misericordia de Dios, mientras que los que se pierden, se pierden por sus pecados. Esto es tan cierto como decir que las personas enfermas que se salvan por la habilidad y devoción del médico, a él deben la vida, y los que mueren, mueren a causa de sus enfermedades; pero en ese caso el médico no escapa de la censura sí puede mostrar que estaba en su poder haber tratado y salvado a los que murieron. Es, por lo tanto, imposible decir que la doctrina del amor divino no se afecta, luego que sobre el principio del calvinismo está en el poder de Dios tratar con todos en la misma forma en que ha tratado con el resto. Por EX HYPOTHESI está en el poder de Dios, en virtud del principio de la gracia irresistible, salvar aún a los peores, y sin embargo, si hay una parte de la raza humana que está consignada al castigo eterno, parece ser solamente explicable sobre la suposición de que el amor divino no es perfecto, porque no abarca a todos y no es amor incansable."

Es, entonces, inconcebible que la mano divina pueda resistirse de salvar por alguna otra cosa que la falta de poder? Toda la cuestión de la desgracia del pecado y la justicia de Dios respondiendo con acalorada indignación a esta desgracia, está omitida por el razonamiento del doctor Paterson. Si el caso fuera como realmente lo representa él, y los hombres en su total miseria, apelando solamente a la piedad de Dios, esta­ban ante la mente divina, podría ser inexplicable que él no salvara a todos. El médico, que teniendo el poder de tratar Y curar a todos sus pacientes arbitrariamente ejerciera discri­minación entre ellos y no se contentase con sólo ministrar a algunos de ellos, justamente incurriría en la reprobación de los hombres. Pero ¿acaso no puede el juez, teniendo todo el poder para libertar a todos sus criminales, resistirse por las más altas consideraciones, de libertarlos a todos" Puede ser inexplicable por qué un médico, en el caso supuesto, no los libertara a todos ‑ mientras que lo raro sería en el caso de un juez más bien cómo puede libertar a alguno. El amor de Dios está, en su ejercicio, necesariamente bajo el control de su Justicia; y argüir que su amor ha sufrido un eclipse porque no hace todo lo que tiene el mero poder de hacer, es, en efecto, negarle una naturaleza moral. La verdadera solución del rompecabezas que se alza con respecto a la distribución de la gracia divina no debe ser entonces, buscada en ya sea la negación de la omnipotente gracia de Dios con los armi­nianos., o la negación de la realidad de su reprobación con nuestros neo‑universalistas! sino en la afirmación de su justicia.

La vieja respuesta es, después de todo, la única respuesta suficiente: Dios en su amor salva tantos de la raza culpable del hombre cuantos él pueda lograr salvar con el consenti­miento de toda su naturaleza. Siendo Dios y todo lo que es Dios, él no permitirá ni aún que su inefable amor lo traicione en alguna acción que no sea recta. Y por eso lo alabamos, confiamos en él y le amamos, pues no es un Dios a medias, un Dios aquí y allá, con algunos atributos, mas no todos los atributos que pertenecen al verdadero Dios: él es Dios com­pleto, absolutamente completo, todo lo que es Dios y todo lo que Dios debe ser.

Entre tanto, no es el universalismo consistente que demanda la verdadera salvación de todos los pecadores, lo que ha sido abrazado por la masa de los protestantes universalistas. A este respecto las Escrituras son muy claras y su posición es de efecto opuesto a permitir la indulgencia de este sueño pla­centero: es demasiado cierto que no todos los hombres son salvos, pero en el único día quedan las dos clases de los salvos y de los perdidos, cada uno de los cuales es enviado a su destino eterno al que pertenece. El gran problema que debe enfrentar un evangelismo universalizante, por consiguiente, es corno es Dios y únicamente Dios quien salva el alma, y todo lo que Dios hace mirando hacia la salvación de las almas lo hace para y por todos los hombres igualmente, y sin embargo no todos los hombres son salvos. El intento de ellos de resolver este problema nos ha dado una construcción doctrinal conocida como luteranismo evangélico y arminianismo evangélico, y los dos profesan combinar una evangelización expresa y un universalismo expreso Y también hacer provisión a los diver­sos fines de la salvación y de la condenación. Que estos sistemas han tenido éxito en resolver este (digámoslo fran­camente, insoluble) problema, nosotros, naturalmente, no lo creemos; y el elemento en este problema que sufre en los poderosos ajustes que ellos proponen, es, en ambos casos, el elemento evangélico. Pero debe ser reconocido francamente, sin embargo, que ambos sistemas profesan haber encontrado una solución y son, por lo tanto, enfáticos en sus profesiones tanto en el evangelismo puro como en el evangelismo com­pleto en la operación de Dios mirando a la salvación. Es digno de nuestra atención aclarar esto para nosotros mismos. Al hacerlo así, sin embargo, elegiremos exposiciones de las que podamos aprender algo más del espíritu y punto de vista de estos grandes sistemas que los hechos particulares que más inmediatamente llamen nuestra atención.
De una instructiva enunciación escrita por el doctor Joseph Agar Bect, podemos aprender cuán profundamente se encuen­tra incrustada la dicha convicción evangélica en la conciencia del arminianismo evangélico. Dicha enunciación ocurre en un contexto en que el doctor Beet rechaza con algún calor la doctrina de la elección incondicional. "Este terrible error", dice, "prevalente hace un siglo, no es sino una exageración de la importante verdad evangélica de que la salvación, es, desde la primera decisión hacia Dios hasta la salvación final, totalmente una obra de Dios en el hombre, y una misericor­diosa consumación de un propósito de Dios antes de la fun­dación del mundo." "En nuestro rechazó de esta doctrina de la elección incondicional y de la predestinación, debernos re­cordar que la salvación, de los primeros buenos deseos a la salvación final, es el cumplimiento de un propósito divino de misericordia formado antes de la fundación del mundo," Al rechazar la doctrina de la elección incondicional, el doctor Beet tiene así el cuidado de preservar el evangelismo que, él conoce ., descansa en su centro; y así nos da una definición del evangelismo desde el punto de vista wesleyano. Prueba que es justo que todo el proceso salvador viene de Dios, y que todo el poder ejercido en salvar el alma es de Dios. Nos agradaría preguntar si este evangelismo es realmente separable de la doctrina de la elección incondicional de la que el doctor Beet quiere separarla; y notar que él mismo parece reconocer que en las mentes de algunos, al menos, las dos deben estar tinidas. Pero lo que particularmente nos atañe observar ahora es el énfasis con que, como wesleyanos, el doctor Beet sos­tiene su testimonio para el postulado evangélico general. Si él da validez a este postulado en todo su razonamiento., es, por supuesto, un asunto diferente.

Del lado luterano la conciencia del principio evangélico es igualmente de prominencia. Indudablemente el luterano evan­gélico es muy apto para mirar el evangelismo como su posesión propia peculiar, y revelar ciertas medidas de sorpresa cuando lo encuentra en manos de otro también. A. J. Haller, escri­biendo en la revista de Zalin y Burger, se expresa en el lenguaje enfático siguiente: "que la salvación no es adqui­rida por el hombre por medio de actividad alguna propia, sino que le es dada por la gracia de Dios, que yo no puedo creer en Jesucristo, mi Señor, o venir a él por mi propia razón o poder, pero que el Espíritu Santo me ha llamado, iluminado, santificado y preservado, éste indubitablemente el alfa y la omega de toda creencia evangélica, y no se niega ni aun por los calvinistas o metodistas." La pureza de esta confesión evangélica debe ser francamente reconocida, aunque no podemos evitar teniendo dudas si se permite condicionar todo el pensamiento de su autor, dudas que son justificadas al momento cuando lo encontramos prosiguiendo hablar de la regeneración, y hablando de ella de un estilo que en espíritu menos evangélico que sacerdotal, y por cierto no deja de ser influenciado por el naturalismo que usualmente acompaña este tipo del sacerdotalismo. El está seguro de que la regene­ración es monergística, pero también que es el efecto del bau­tismo como su causa producente: y está muy interesado en defender esta concepción del cargo de obra mágica. “Podría llamarse mágica." observa "si se afirmara que los hombres se transforman completamente con la regeneración, sin de­mandas subsecuentes hechas a ellos por ninguna determinación ética propia. Que, sin embargo, se crea en ellos un poder absolutamente nuevo por Dios, que la acción salvadora o condenatoria de la cual depende de su subsecuente o contem­poraria determinación (Entscheidung), esto tiene tan poco que hacer con la magia como la creencia de que en la última Cena del Señor, el cuerpo y la sangre de Cristo se dan cierta y verdaderamente para bendición de algunos y para juicio de otros."

Un pasaje como este revela la dificultad que un luterano que quiere conformarse con su confesión oficial tiene para dar efecto a su profesión evangélica. El puede declarar que todo el poder ejercido en salvar el alma viene de Dios, pero esto está contrariado por su conciencia sacerdotal que la gracia es comunicada por los medios de la gracia, no de otra manera. La gracia de la regeneración, por ejemplo, se confiere ordina­riamente (algunos, dice, solamente) por el bautismo. Y esta gracia de la regeneración es la operación monergética de Dios. Aun así, sin embargo, no puede decirse que el efecto es todo de Dios. Pues, en primer lugar, ya sea que produzca algún efecto, depende de la actitud del recipiente. El no puede coo­perar con Dios al producirlo; pero puede resistir fatalmente. Y por lo tanto Baier cuidadosamente define: "Dios produce en el hombre que es bautizado y que no resiste la gracia divina, la obra de la regeneración, por medio del sacramento, en el acto mismo (HOC ACTU IPSO)." Y entonces, en segundo lugar, ya sea que este don de la regeneración llegue a ser una bendición o una maldición al recipiente, depende de la forma en que lo tome y el uso que haga de él. "Un poder absolutamente nuevo es creado en él por Dios," dice Haller, “la acción del cual, ya sea para bendición o maldición, depende de la decisión subsiguiente, o ya activamente presente en el sujeto." Esto lleva con ello, naturalmente, lo que aquí está cubierto, que esta determinación propia del recipiente es su determinación natural propia'. Pues si le fuera dado en sí el poder nuevo comunicado en la regeneración sería inconcebible que pudiera actuar de otra manera que para la bendición. Sea que el hombre se salve o no, en ningún sentido depende, por lo tanto, de la regeneración monergética obrada por Dios en el bautismo. Depende de cómo el hombre reciba este "nuevo poder" comunicado a él, y cómo lo use, volvemos al plano del naturalismo puro.

Podemos más que cuestionar esto, por lo tanto, si el evangelismo de las construcciones wesleyana y luterana no sea más teórica que práctica; aunque mientras tanto debamos reconocer que ellos postulan. al menos. el principio evangélico en teoría.

Es, sin embargo, la nota universalística la que caracteriza estas construcciones. Como declara el profesor Henry C. Sheldon, de la Universidad de Boston: "Nuestra lucha es por la universalidad de la oportunidad de la salvación, en contra de la posición de una elección incondicional y exclusiva de los individuos para la vida eterna." Debe notarse en esta declaración (1) el consciente énfasis sobre el universalismo como la nota característica del wesleyanismo, y (2) el con­secuente reconocimiento de que todo lo que Dios hace mirando hacia la salvación es para proveer una oportunidad de salva­ción; de modo que lo que realmente se entiende no es que no salva a algunos solamente, sino que realmente a ninguno salva, ‑él solamente abre el camino de la salvación a todos y si algunos son salvos, deben salvarse a sí mismos. Tan ine­vitable es que si aseguramos que todo lo que Dios hace con miras a la salvación, lo hace para y por todos igualmente, y sin embargo, no todos son salvos, nosotros hacemos todo lo que él hace insuficiente de la verdadera salvación; ninguno debe recibir más de el que recibe lo menos.

Tal vez, sin embargo, la nota universalística esencial de toda la construcción arminiana nunca recibió una aserción más fuerte que en el credo del cuerpo de la Unión Evangélica, los tan llamados morrisonianos, la misma razón de la existencia de los cuales es para levantar protesta contra la incondicionalidad de la elección. Su credo positivo ella misma lo suma en lo que se llama las "tres universalidades: "el amor de Dios el Padre en el don y sacrificio de Jesús para todos los hombres en todas partes sin distinción, excepción o respeto de personas; el amor de Dios el Hijo, en el don y sacrificio de sí mismo como una verdadera propiciación por los pecados del mundo; el amor de Dios el Espíritu Santo, en su obra personal y continua de aplicar a las almas de todos los hombres las pro­visiones de la gracia divina."71 Ciertamente si se declara que Dios ama a todos los hombres igualmente, el Hijo tiene que haber hecho propiciación por los pecados de todos los hombres de por igual, y el Espíritu Santo tiene que aplicar los beneficios de la propiciación a todos los hombres sin excepción, nada queda sino aseverar que, en consecuencia, todos los hombres son igualmente salvos; o de otro modo aseverar que todo lo que Dios puede hacer por el hombre pecador no puede salvarlo y debe precisamente ser dejado que se salve a sí mismo. Y ¿dónde está entonces nuestro evangelismo, con su gran afir­mación que es Dios, el Señor y sólo él quien con su poderosa gracia salva el alma?

Una sorprendente luz se arroja sobre el verdadero origen de estas aserciones vigorosas del universalismo de las actividades salvadoras de Dios por algunas observaciones de un simpatizador al narrar la aparición de la secta morrisoniana. "Del movimiento que ahora llama nuestra atención," señala, '.nada es más verdadero que eso, que ello fue el genuino producto de esta su época. Durante la cuarta década del siglo último las legislaturas de nuestro país hicieron reconocer los derechos del hombre como nunca antes se había hecho. Después de la prolongada noche de los privilegios en el estado político, comenzó a brillar la nueva aurora de una nueva época. La fraternidad, la igualdad y la justicia fueron clamorosamente saludadas en todas partes. En nombre de la teología cristiana, del todo independiente de la política, se hizo una reclamación correspondiente. Aquí también se demandaba que las puertas de los privilegios se abriesen de par en par. Libertad para todos, alimento para todos, educación para todos, y la salva­ción para todos venía ahora a ser una consigna." Difícilmente podría escogerse palabras que pudieran presentar con tanta claridad las demandas para las tres universalidades," como el mero clamor del corazón natural para la distribución equita­tiva de los bienes de la otra vida como de la presente, como, en otras palabras, siendo el aspecto religioso de la demanda común que ha llenado nuestra vida moderna. El grito "dadnos a todos oportunidad igual" tiene su justificación relativa cuando es la expresión de las necesidades de los hombres que perecen bajo las ruedas de los privilegios conferidos. Pero ¿qué diremos de ello cuando no es otra cosa que la turbulenta aserción propia de una turba de criminales, asaltando la corte de justicia, donde otorgan clemencia sabiamente dirigida y no oportunidades de escapar castigar justos teniendo en vista todos los derechos involucrados? Seguramente la maldad del pecado, el justo gobierno de Dios, y la inexplicable gracia de la salvación son todos arrojados de la mente en forma fatal cuando los hombres razonen con respecto al propio procedi­miento de Dios al traer a los pecadores a la salvación con la ayuda de analogías derivadas del nivel político de nuestros días. ¿Acaso no es necesario fijar bien en nuestra mente que la salvación es el derecho de ningún hombre‑, que una "opor­tunidad" de salvarse a sí mismo no es "oportunidad" para nadie; y que, si alguno de la raza pecaminosa del hombre se salva, debe ser un milagro de la gracia poderosa, sobre la que él no tiene reclamación y, contemplándola como un hecho, él puede llenarse solamente con asombrosa adoración de las maravillas del inexplicable amor de Dios? Demandar que a todos los criminales se les dé una "oportunidad" de escapar de sus penalidades y que a todos se les dé igual oportunidad, es sencillamente burlarse de la misma idea de la justicia, no menos, de la misma idea del amor.

El universalismo de todas las operaciones divinas mirando a la salvación está tan vigorosamente sostenido en el programa luterano como en el de los arminianos, pero con, si fuera posible, aun menos éxito lógico ‑ sobre la suposición, esto es, que el principio evangélico de la dependencia de Dios sólo por la salvación, del hombre, a y para todos los hombres igualmente, aseveraba que por esto mismo Cristo había muerto para quitar el pecado de todo el mundo, y habiéndose hecho provisión en los medios de la gracia para la aplicación efectiva de su sacrificio a todos los hombres, estos medios de gracia (con la mente especialmente en la proclamación del evangelio) realmente han sido comunicados a todos los hombres sin ex­cepción. Naturalmente no es verdad que el evangelio haya sido, realmente proclamado a todos los hombres sin excepción: y de consiguiente se hizo un esfuerzo para cubrir la manifiesta falsedad de la aserción substituyendo por ella proposición esencialmente diferente que en las tres etapas históricas (esto es, en el tiempo de Adán, en el tiempo de Noé, y en el tiempo de los apóstoles), el evangelio ha sido dado a conocer a todos los hombres, "y", se añadió, "sí llegó a ser universal en esas tres generaciones, entonces también ha venido a serlo indi­rectamente para sus sucesores." La futilidad de este expediente para ocultar la circunstancia que he hecho el evangelio no ha sido realmente comunicado a cada hombre en particular (y nada menos que esto puedo satisfacer las demandas del caso), es demasiado clara para requerir atención ‑ y no debemos sor­prendernos de que la contención misma haya cesado. "Teólogos ortodoxos más recientes en nuestra iglesia," continúa dicién­donos el historiador (Lars Nielsen Dahie, doctor en divini­dades), "dicen simplemente que la universalidad del llama­miento es tina presuposición necesaria, un postulado que debe tomarse sobre la base de un testimonio de las Escrituras con­siderando la voluntad salvadora universal de Dios por un lado, y la verdad escritural establecida por el otro, que esta voluntad salvadora no puede ser percibida como realidad por el individuo a menos que el llamado de Dios le alcance; pero cómo sucede esto, no podemos decirlo, porque es un hecho que en los días presentes ha sido alcanzado solamente por unos pocos en comparación, o en la mayor minoría de la humanidad." Así, el profesor Johnson escribe: "Debemos mantener la Universalidad de este llamado de la gracia, en oposición a todo punto de vista particularista de él, como postulado de fe, aunque seamos incapaces de mostrar cómo realmente alcance a cada individuo." Es un misterio insoluble.

Los luteranos, por lo tanto, al intentar ligar la gracia sal­vadora a los medios de gracia y darle una difusión realmente universal, se han creado una dificultad para sí mismos en este punto de lo que los wesleyanos (quienes hacen de la universalidad de la obra sacrificial de Cristo y el don consecuente de la gracia suficiente, independientes de todas las transac­ciones terrenales, de tal manera, que los hombres todos nacen en un estado de redención y gracia), están libres; la última solución que han encontrado los modernos luteranos, en que Dahle mismo concurre, consiste en la invención de una doc­trina de la extensión de un estado probatorio en el otro mundo, la famosa doctrina llamada 'segundo estado probatorio' (mal llamada), porque no es una doctrina de un segundo estado probatorio para ningún hombre, sino solamente la doctrina que a cada hombre que vive debe presentársele el evangelio persuasivamente para él, si no en esta vida, entonces en la vida por venir. Por la invención de esta doctrina los luteranos se han proveído por la primera vez con un verdadero univer­salismo de gracia. Confesionalmente no hay en la Biblia ningún sostén directo para esta doctrina: es sencillamente un postulado del universalismo de la voluntad de Dios de la salvación en relación con la limitación de la gracia a los medios de la gracia. Las Escrituras enseñan que ningún hombre puede ser salvo sin un conocimiento de Jesucristo en su obra salvadora. Esto cambia en su opuesto de que ningún hombre puede perderse sin un conocimiento de Cristo en su obra salvadora; y entonces, en interés de esta proposición se hizo una provisión para cada hombre para colocarlo frente a frente con el ofrecimiento del evangelio bajo circunstancias favorables, sino en este mun­do, entonces en el venidero. Sin duda alguna tal invención fue necesaria si las premisas luteranas habían de ser susten­tadas. Pero uno pensaría que la necesidad de tal invención para sostener estas premisas, sería suficiente indicación que estas premisas deberían ser abandonadas.

Una vez eliminado el hecho por esta invención de que la provisión para la salvación no es universal, los luteranos no encuentran medios de escape a sus dificultades. Se enfrentan con la dificultad, aun más grande, común para ellos y para los wesleyanos, de explicar el fracaso de la gracia de Dios, ahora seguramente comunicada a todos los hombres, para obrar la salvación de todos los hombres. Y aquí no hay salida, sino la de los wesleyanos, por ejemplo, de introducir subrep­ticiamente el desacreditado naturalismo v atribuir la diferencia en los efectos de la gracia a las diferencias de los hombres en el tratar con la gracia. Los luteranos tienen su propio modo, sin embargo, de introducir este naturalismo. Ellos son enfá­ticos al sostener que el hombre estando muerto en pecado. no puede cooperar con la gracia de Dios, una dificultad vencida por los arminianos por la postulación de una habilidad gra­ciosamente restaurada para todos los hombres, ganada para ellos por el sacrificio de Cristo y aplicada a ellos automática­mente. Pero ellos suponen que, aunque muertos en el pecado, el hombre puede resistir, y exitosamente resistir la gracia poderosa. La resistencia es, sin embargo, en sí misma una actividad: y la exitosa resistencia da un poder recreativo todopoderoso, es una actividad bastante considerable ‑ para un hombre muerto. Todo vuelve, por lo tanto, a la base pela­giana que, en el punto decisivo, la salvación del hombre está en su propio poder, los hombres son salvos, o los hombre, no son salvos, de acuerdo con las diferencias naturales en los hombres. Así la gracia de Dios está fundamentalmente negada y la salvación queda encomendada, en último análisis. al hombre mismo.

El resultado interpretar las final de todo el asunto es que el intento de operaciones graciosas de Dios con miras a la salvación universalmente, de modo inevitable conduce por uno u otro lado al naufragio del principio evangélico, sobre la base del cual todas las iglesias protestantes (o digamos, más bien, del principio supernaturalístico, sobre la base del cual todas las iglesias cristianas), están profesionalmente unidas. Ya sea que este universalismo tome una forma sacerdotal o una forma que libre de toda confusión con transacciones terrenales, ter­mina siempre y donde quiera por transferir el verdadero factor decisivo en la salvación de Dios al hombre. Esto no siempre se ve claramente ni es admitido con franqueza. Sin embargo, algunas veces los es. El profesor W. F. Steele de la Univer­sidad de Denver, por ejemplo, lo percibe con toda claridad y francamente lo admite. Para él no puede hablarse de "gracia todopoderosa." Ocupando una posición que es prácticamente (no importa lo que digamos de ella teóricamente) indistin­guible del positivo naturalismo de Mr. W. E. Henley, el primer artículo de cuyo credo es una creencia sincera en el todo poder del hombre en su esfera de elecciones morales. "Cuando uno dice,” nos refiere, "yo creo en Dios, El Padre Todopoderoso," lo dice con reserva, pues en el dominio de la elección moral del hombre bajo la gracia, el hombre mismo es todopoderoso, de acuerdo con la propia limitación de Dios al hacer al hombre a su imagen y semejanza." "Dios mismo," continúa declarando, "tiene un credo que comienza: "creo en el hombre, todopoderoso en sus elecciones." Obviamente un hombre en esta disposición es incapaz de la religión (cuya esencia es el sentido de absoluta dependencia de Dios) y está enteramente cohibido del evangelismo, que consiste en un humilde descanso en Dios, y en Dios solamente para la salva­ción. En vez del GLORIA SOLI DEO llamando en su corazón, orgullosamente toma el timón y se proclama, aparte de Dios, el amo de su propio destino. El moralismo ha hecho a un lado la religión completamente. ¿No precisó Lutero la misma cosa en la mente cuando de modo sarcástico describe el moralismo de su tiempo en estas notables palabras: "aquí estamos siempre queriendo volver las mesas y hacer el bien nosotros mismos para ese pobre hombre, nuestro Señor Dios de quien más bien debemos recibirla?"

La repugnancia que ampliamente se siente hacia el postu­lado evangélico fundamental que lleva al espíritu aun inme­diato contacto con Dios y suspende toda su sanidad sobre las inmediatas operaciones de Dios, encuentra una extraña ilustración en la enseñanza de Albert Ritschl que el objeto directo aun de la justificación, no es individual sino la sociedad cristiana; y que "para el individuo solamente como resultado del lugar que ocupa en el compañerismo cristiano participando en su vida." Esta es, por supuesto, solamente otra, y muy pobre forma de aseveración del principio de construcción ge­neral universalística: Dios no tiene qué ver con los individuos en grado alguno en el proceso salvador directamente; él siem­pre y en todas partes tiene a la vista la masa; y es la parte del individuo mismo, por su propio acto, asirse de la salvación puesta así a la disposición general. Qué diferente se expresa Lutero: "No es necesario para ti hacer esto a aquello. Sólo da gloria a Dios, toma lo que te da y cree lo que él te dice.` El problema es indudablemente fundamental y está bien deli­neado. ¿Es Dios el Señor quien nos salva, o somos nosotros mismos los que nos salvamos? ¿Dios el Señor nos salva o meramente abre el camino de la salvación, y nos deja, de acuerdo con nuestra elección, caminar en ella o no? La bifur­cación de los caminos es la vieja bifurcación de los caminos entre el cristianismo y el autosoterismo. Ciertamente sólo él puede sostener ser evangélico, quien con completa conciencia descansa entera y directamente en Dios y solamente en Dios para su salvación.

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Capítulo V
EL CALVINISMO

Contrastando con todos los intentos de concebir las ope­raciones de Dios con miras a la salvación universalísticamente, que es como dirigida a la humanidad en masa, el calvinismo insiste en que las operaciones salvadoras de Dios se dirigen en cada caso inmediatamente a los individuos, quienes son salvos. El particularismo en el proceso de la salvación llega a ser así la característica del calvinismo. Como el supernatu­ralismo es la característica del cristianismo en general, y el evangelismo la característica del protestantismo, así el parti­cularismo es la marca del calvinismo. El calvinismo es el que sostiene con completa conciencia que Dios el Señor, en sus operaciones salvadoras, no tiene que ver generalmente con la humanidad en general, sino particularmente con el indivi­duo o los individuos que realmente son salvos. Así, y así solamente, el calvinista alega que puede el sobrenaturalismo de la salvación que es la característica del cristianismo en general y que adscribe toda la salvación a Dios, o la necesidad absoluta de las operaciones salvadoras de la gracia salvadora que es la marca del evangelicalismo y que adscribe la salvación a la obra directa de Dios sobre el alma, llegar a su meta y ser justipreciado. El particularismo, en el proceso salvador, con­tiende el calvinista, está va en el sobrenaturalismo de la salva­ción y, en la necesidad absoluta de las operaciones de la gracia divina; y la negación del particularismo es constructivamente la negación de la necesidad absoluta de la gracia salvadora, esto es, del evangelismo, y del sobrenaturalismo de la salvación, es decir, del cristianismo mismo. Es, lógicamente, el rechazo total del cristianismo.
El particularismo de las operaciones salvadoras de Dios, que es así la característica del calvinismo, es posible., sin em­bargo, aplicar más o menos completamente (o, diremos, ¿con más o menos discernimiento?) en nuestro pensamiento de las actividades de Dios relativamente a sus criaturas pecaminosas (o diremos con más amplitud, ¿relativamente a sus criaturas?). Así diferentes variedades del calvinismo han surgido en la historia del pensamiento. Así como son distinguibles uno del otro por el lugar que dan al particularismo en las operaciones de Dios, que es tanto como decir que ellos se distinguen uno del otro por el lugar que dan a los decretos de la elección en el orden de los decretos divinos.

Algunos son tan celosos del particularismo que colocan la discriminación en la raíz de todas las relaciones de Dios con sus criaturas. Que él tenga algunas criaturas, suponen ellos, es en interés de la discriminación, y todo lo que él decreta concerniente a sus criaturas, suponen ellos ` él lo de­creta solamente para que pueda discriminar entre ellos. Colo­can, por lo tanto, el decreto de la "Elección" por el cual los hombres se difieren en el orden de decretos, lógicamente anterior al decreto de la creación misma, o, en todo caso, anterior a todo lo que está decretado concerniente al hombre como hombre; es decir, va que comienza la historia del hombre con la caída, anterior al decreto de la caída misma. Por eso son llamados supralapsarianos, esto es aquellos que colocan el decreto de la elección en el orden del pensamiento anterior al decreto de la caída.

Otros, reconociendo que la elección tiene que ver especí­ficamente con la salvación (es decir, que es lógicamente ante­rior, no a la creación o al gobierno providencial del mundo, sino a la salvación del hombre pecador), conciben que el principio del particularismo, en el sentido de discriminación, pertenece a la esfera soteriológica de Dios y no en lo que respecta a su creación cósmica. Ellos, por lo tanto, piensan de la "elección" como de la anterioridad lógica no de la creación, o de la caída sino de aquellas operaciones de Dios que conciernen a la salvación. El lugar que ellos lo dan en el orden de los decretos está, por consiguiente, a la cabeza de esos decretos de Dios que miran hacia la salvación. Esto implica que sigue en el orden del pensamiento a los decretos de la creación y de la caída, que se refieren a todos los hom­bres igualmente, luego que todos los hombres ciertamente son creados y ciertamente han caído; y precedentemente a los decretos de la redención y su aplicación, luego que no todos los hombres son redimidos y traídos al gozo de la salvación. A ellos se les llama, por esta circunstancia, infralapsarianos, esto es, los que, en el arreglo de los decretos en su orden lógico, conciben el lugar del decreto de la elección ser lógica­mente después al de la caída. Hay otros, sin embargo, quienes, afectados por lo que ellos juzgan la enseñanza escritural concerniente a la refe­rencia universal de la redención de Cristo y deseosos de fun­damentar la oferta universal de salvación en una provisión igualmente universal, conciben que ellos pueden seguramente posponer la introducción del principio particularista en un punto dentro de las operaciones salvadoras de Dios, tan sólo se cuidan de introducirlo en un punto suficientemente a tiempo para hacerlo determinativo del verdadero proceso de la obra salvadora. Ellos se proponen, por consiguiente, pensar en la provisión de la salvación en Cristo como universal en sus intentos; pero representarlo corno efectiva en su aplicación a los individuos por el Espíritu Santo sólo particularísticamente. Es decir, que ellos suponen que algunas, no todas, de las operaciones divinas mirando a la salvación de los hombres son universalísticas en su referencia, mientras que la salvación no se experimenta de hecho, a no ser que no algunas sino que todas ellas sean operativas. Como la operación salvadora par­ticular a la que ellos adscriben una referencia universal es la redención de Cristo, su sistema se expresa diciendo que intro­duce al decreto de la salvación, en orden del pensamiento, a un punto subsiguiente del decreto de la redención en Cristo. Ellos pueden, en consecuencia, llamarse apropiadamente post­redencionistas, es decir, los que conciben que el decreto de la eleccion sigue lógicamente al decreto de la redención. En su punto de vista la redención tiene igual referencia a todos los hombres, Y es solamente en aplicación de esta redención a los hombres que Dios discrimina entre los hombres, y así actúa en este sentido, particularísticamente.

Es obvio que este es el punto más bajo en el orden de los decretos en que el decreto de la elección puede introdu­cirse y el principio particularístico retenerse. Si la aplicación de la redención de Cristo por el Espíritu Santo se haga tam­bién universalística, esto es, si la introducción del principio particularístico se propone al verdadero desarrollo del proceso salvador, no hay, entonces obviamente, ningún particularismo en todas las operaciones divinas mirando a la salvación. “La elección" desaparece del esquema de los decretos divinos in­mediatamente, a rnenos que prefiramos decir, como cínicamente se ha dicho, que Dios cuidadosamente elige para la salvación, solamente aquellos a quienes él prevé, que, en el uso de su libre, propio albedrío, se elegirán a sí mismos. Todos los cal­vinistas deben, por consiguiente, ser supralapsarianos o sub (o infra) lapsarianos, o al menos, post‑redencionistas que es ser también ante‑aplicacionistas.

Sin embargo, no alcanzamos en los post‑redencionistas, concebidos puramente desde el punto de vista de este elemento de su pensamiento, la más baja posible, la más baja realmente, de la variedad de los calvinistas. Los post‑redencionistas pueden diferir entre ellos mismos, si no en la posición, en el orden de decretos del decreto de la elección (para bajar aún más su posición en ese orden sería abandonar todo el principio del particularismo y, caer de la categoría de los calvinistas), en­tonces en su modo concebir la naturaleza de la obra del Espí­ritu Santo al aplicar la redención, bajo el gobierno del decreto de la elección; y con respecto a la parte del espíritu humano al recibir la redención. Ha existido siempre un partido aún entre los calvinistas que ha tenido tan grande interés en la autonomía de la voluntad humana, que ha sido reacio para concebirla como "pasiva", con respecto a esa operación de Dios que llamamos regeneración, y ardientemente ha deseado mirar hacia la recepción de la salvación como en un sentido verdadero dependiente de la voluntad propia. Ellos, por con­siguiente, han inventado, una variedad de calvinismo que su­pone que es Dios indudablemente quien selecciona a los que han de ser salvos por Cristo, y que es el Espíritu Santo quien por su gracia, les lleva infaliblemente a Cristo (preservando así el principio del particularismo en la aplicación de la salvación), pero que imagina que el Espíritu Santo efectivamente los trae a Cristo, no por una acción creativa poderosa en sus almas, por la cual se hacen nuevas criaturas, funcionando subsecuentemente como tales, sino puramente por operaciones persuasivas, adaptadas en su infalible sabiduría al estado pre­ciso de la mente y corazón de los que han sido seleccionados para la salvación, obteniendo así de su propia acción libre, un acercamiento voluntario a Cristo y abrazándolo para su salvación. Aquí no hay universalismo; se expresa el particula­rismo. Pero se ha encontrado un expediente para poder decir que los hombres vienen voluntariamente a Cristo, y se unen a El por un acto libre de sus propias voluntades no renovadas, mientras solamente aquellos que Dios ha seleccionado a per­suadir que vinieran (el que conoce el corazón completamente) para que ellos ciertamente vengan en el ejercicio de su propia voluntad. Este tipo de pensamiento ha recibido el nombre apropiado de "congruismo", porque el principio de su argu­mento es que la gracia vence a los a quienes se les ofrece congruentemente es decir, que la razón por la que algunos hombres son salvos y algunos no lo son, descansa en el prin­cipio o en el simple hecho que Dios, el Espíritu Santo, opera en su graciosa persuasión sobre algunos en una forma que es cuidadosa e infaliblemente adaptada por él para asegurar su adhesión al evangelio, y no opera sobre otros con la misma cuidadosa adaptación.

Debe añadirse, sin embargo, una advertencia al efecto de que la designación "congruista" es tan ambigua que existe otra clase ahí llevando este hombre, que son tan e definitivamente anti‑calvinistas, como los que tenemos en la mente, son por intención, calvinistas en su concepción. La enseñanza de estos es que Dios, el Espíritu Santo, otorga su influencia persuasiva a todos igualmente, no haciendo distinción: pero esta gracia concebida universalísticamente del Espíritu Santo toma efecto solamente a medida que manifiesta ser realmente congruente al estado (le la mente y corazón de los que la reciben por igual. Aquí no se ve la elección soberana de Dios, sino una diferencia nativa en los hombres, que determina la salvación, y nosotros nos hallamos en el campo autosotérico. El peligro de confundir a los "congruistas" calvinistas con esta asociación más grande y definidamente anticalvinista, ha conducido al hábito de hablar del congruista‑calvinista más bien por el nombre de su más distinguido representante (quien, indudablemente, in­trodujo este modo de pensar en las iglesias calvinistas), Claude Pajón, profesor de la Escuela Teológica de Saumur, Francia, a mediados del siglo diecisiete. Fue su predecesor y maestro en la misma escuela, Moses Arnyraut, quien formuló primero en las iglesias reformadas el programa post‑redencionista, del que el pajonismo es una forma adulterada. Así la escuela de Saumur tiene la mala eminencia de haber originado, y for­mado de los nombres de sus profesores, las designaciones corrientes de las dos más reducidas formas del calvinismo, amyraldiailismo o universalismo hipotético, como en otra forma se llama, y pajonismo, o congruismo, como se designa de acuerdo con su naturaleza.

Hemos traído delante de nosotros así, cuatro formas del calvinismo; y éstas, como creemos, terminan con la lista de posibles tipos generales; el supralapsarianismo, el sub‑ (o infra‑) lapsarianismo, el post‑redencionismo (otro modo de llamarlo es amyraldianismo, o universalismo hipotético) y el pajonismo (de otra manera éstas son formas del calvinismo, llamado congruismo). Todas porque todas ellas dan validez al principio del particularismo como base de las relaciones divinas con el hombre en materia de la salvación; y, como hemos visto, la marca del calvinismo es el particularismo. Si ahora el particularismo no fuera sólo la marca del calvinismo, sino también la sustancia del calvinismo, todos los cuatro tipos del calvinismo, preservando como todos ellos hacen el principio del particularismo, podrían pretender ser no sólo semejantes al calvinismo, sino igualmente calvinísticos y Po­drían aun demandar que se arreglase en el orden de la excelencia de acuerdo con el lugar acordado por cada uno en su construcción al principio del particularismo y el énfasis puesto en él. El particularismo, sin embargo, aunque la característica del calvinismo, por la cual puede identificarse como en con­traste con las otras concepciones del plan de la salvación, en comparación con la que hemos traído, no constituye su substanciaa; e indudablemente, aunque tenazmente afirmado por el calvinisnio, no está afirmado por él solamente por su propio interés. La más consistente incorporación del principio del            particularismo no es, por esto, necesariamente la mejor forma del calvinismo; y la afirmación desnuda del principio del parti­cularismo, aunque puede constituirle a uno como calvinista, no le constituye necesariamente como un buen calvinista. Nin­guno puede ser calvinista si no da validez al principio del particularismo en las operaciones del Dios con miras a la salvación del hombre; pero el principio del particularismo no se debe permitir, tal como las vacas de Faraón devoraron todo el ganado gordo de Egipto, absorber todo lo demás que es rico y suculento y bueno en el calvinismo, ni puede la afirmación desnuda del particularismo aceptarse como un cal­vinismo adecuado.

El post‑redencionismo, en consecuencia (aunque se reco­noce como una forma del calvinismo, porque da verdadera validez al principio particularista), no es, por lo tanto, nece­sariamente una buena forma del calvinismo, una forma acep­table del calvinismo, o ni aun una forma realmente válida, ­defendible del calvinismo. Por una cosa, es lógicamente una forma inconsistente del calvinismo y por esto una forma ines­table del calvinismo. Por otra cosa y mucho más importante, se aparta de la expiación substitutiva, que es tan preciosa al calvinismo, como es su particularismo, y por salvaguardia de la cual, indudablemente, se debe su celo por el particula­rismo. Digo, el post‑redencionismo es lógicamente calvinismo inconsistente. Pues !cómo es posible contender que Dios dio a su Hijo para morir por todos los hombres igualmente: y al mismo tiempo declarar que cuando dio a su Hijo para morir, él ya se había propuesto que su muerte no debería aprovechar a todos los hombres por igual sine, sólo a algunos que él seleccionaría (quienes. esto es, por­que él es Dios y no hay subsecuencia de tiempo en sus decretos, él había va seleccionado) para ser sus beneficia­rios? Pero siendo que Dios es Dios, quien conoce todas las cosas que él proyecta desde el principio, y todas a la vez, y propone todas las cosas que proyecta desde el principio, y todas a la vez, es imposible contender que Dios proponga el don de Su Hijo para todos los hombres por igual y al mismo tiempo proyecte que de cierto no salvará sino solamente a un cuerpo seleccionado que él mismo provee para ello. La esque­matización del orden de los decretos presentado por los amy­raldianos, en tina palabra, necesariamente implica una relación cronológica de precedencia y subsecuencia entre los decretos, la presunción de la cual suprime a Dios y esto puede esca­parse sólo alterando la naturaleza de la redención. Y así la naturaleza de la redención es alterada por ellos, y el cristia­nismo se ve herido en su misma esencia, en el propio corazón.

Los amyraldianos "señalan con orgullo" la pureza de su confesión de la doctrina de la elección, y quieren enfocar la atención sobre ella como constituyéndolos buenos calvinistas. Pero el verdadero gozne de su sistema se vuelve sobre su alterada doctrina de la expiación, y aquí ellos infieren un golpe en el corazón mismo del calvinismo. Siendo la substi­tución condicional una absurdidad, puesto que la condición no es una condición para Dios, si usted quiere otorgarle aún tanto como el pobre atributo del pre‑conocimiento, ellos nece­sariamente se despiden del todo de una expiación substitutiva. Cristo no murió en lugar de los pecadores, al parecer, para llevar sus penalidades y comprar para él la vida eterna; mu­rió más bien para hacer posible la salvación de los pecadores para abrir el camino de la salvación a los pecadores, remover todos los obstáculos en el camino de la salvación de los peca­ dores. Pero ¿qué obstáculo se interpone en el camino de la salvación de los pecadores, excepto precisamente su pecado? Y si este mencionado obstáculo (su pecado) se remueve; ¿no se salvan? Deben inventarse algunos otros obstáculos, de consiguiente, para que pueda decirse que Cristo los removió, puesto que no puede decirse haber él removido el obstáculo del pecado para que pueda dejarse a él alguna función y pueda atribuírsele alguna clase de efecto a su muerte sacri­ficial. El no removió el obstáculo del pecado, porque entonces todos por quienes murió deben ser salvos, y no puede permi­tírsele haber salvado a alguno. El removió, entonces, digamos, todo lo que era obstáculo a Dios para salvar a los hombres, excepto el pecado; y así él preparó el camino para Dios para intervenir Y de acuerdo con su gobierno moral salvar a los hombres. La expiación no pone fundamento para la salvación de los hombres: meramente abre llanamente el camino a Dios para salvar a los hombres sobre otras bases.

Estamos ahora precisamente sobre las bases de la teoría gubernamental de la expiación; y esta es en verdad la más alta forma de la doctrina de la expiación a la que podemos atenernos sobre estas premisas. En otras palabras, toda la sustancia de la expiación se evapora, para darle una referencia universal. Y sin duda, podemos a la vez reconocerlo como un inevitable efecto de la universalización de la expiación que es por este mismo acto eviscerado. Si nada hace por ningún hombre lo que no hace por todos los hombres, entonces es obvio que no salva a ningún hombre. Pues claramente no todos los hombres se salvan. Entre las cosas que tenemos que elegir, están una expiación de alto valor, o una expiación de amplia extensión. No pueden darse las dos juntas. Y esta es la verdadera objeción del calvinismo a este peligroso proyecto que se presenta como una mejora de su sistema; universaliza la expiación a costa de su valor intrínseco, y el calvinismo demanda una verdadera expiación substitutiva que en verdad salve. Y como una expiación verdaderamente substitutiva que realmente salva no puede ser universal porque obviamente todos los hombres no se salvan, y en el interés de la integridad de la expiación el calvinismo insiste en que el particularismo ha entrado en el proceso salvador, en orden del pensamiento, anterior a la expiación.

Tan malo el calvinismo como es el amiraldianismo, el pajonismo es, naturalmente, extremadamente peor. No satis­face con destruir toda la substancia de la expiación, por virtud de la cual es preciosa ("El que me amó y se dio a sí por mí".) procede a destruir también toda la subs­tancia de esa regeneración y renovación por la cual, en la obra creativa del Espíritu Santo, somos hechos nuevas cria­turas. ¿Qué valor tendría si confesáramos que es Dios quien determina quién será salvo, si la salvación que es hecha no va más profunda de lo que yo mismo puedo obrar, si puedo solamente persuadirme hacerlo? Aquí falta toda provisión no sólo de libertarse de la culpa del pecado, sino también libertarse de toda su corrupción y su poder. No se deja lugar para algún sentido real ni de la culpa ni de la corrupción. No hay salvación ofrecida ni de la ira de un Dios justo ni del profundo mal de nuestro corazón; después de todo, que­damos precisamente en la misma situación en que antes nos encontrábamos. El prospecto que se propone para nosotros es nada menos que espantoso; tenemos que quedar para toda la eternidad fundamentalmente los mismos viejos seres con sólo cierto mejoramiento de nuestras costumbres a la medida que podamos persuadirnos a obrar para nosotros mismos. Toda la substancia del cristianismo se evapora, y se nos invita a reconocer el resto poco profundo como calvinismo genuino, porque, así se nos dice, salvaguarda la soberanía de Dios. Debe comprenderse de una vez por todas que el completo reco­nocimiento de la soberanía de Dios no es suficiente para hacer un buen calvinista. De otra manera tenemos que reconocer que cada mahometano viene a ser como un buen calvinista. No hay calvinismo sin una sincera confesión de la soberanía de Dios; pero el reconocimiento de la soberanía de Dios sola­mente va muy poquito hacia el verdadero calvinismo. Pajón mismo, el autor del congruismo‑calvinista avanzó en su pen­samiento fundamental apenas un poco más allá de una alta variedad del deísmo.

Parece particularmente importante que se hacen explícitas estas cosas, porque nada hay, tal vez, que más perjudique al calvinismo en la mente general que la identificación corriente de ella con una doctrina abstracta de la soberanía, sin consi­derar los intereses concretos que esta soberanía resguarda. En efecto, la soberanía de Dios por la que el calvinismo sustenta sus ideas, no sólo implica necesariamente ese particularismo sin el cual una verdadera relación religiosa entre el alma y Dios no puede existir, sino es igualmente salvaguardia del universalismo complementario de la redención proclamada de igual modo en la Escritura en la que la amplia misericordia de Dios se manifiesta. Debe tenerse en cuenta que el particu­larismo y la parsimonia de concepto de la salvación no son conceptos equivalentes; y es una mera caricatura del particu­larismo calvinista representarlo como encontrando su centro en la proclamación de que hay pocos o son pocos los que se salvan. Lo que el particularismo sostiene en el sistema calvi­nista es la relación inmediata de Dios con el alma individual; lo que se opone asimismo en contra es la noción que en los procesos salvadores Dios nunca entra directamente en contacto con el individuo nunca es contemplado como su Dios que el salva a él. Pero hace todo lo que hace con miras hacia la salvación solamente por y para los hombres en la masa. Ya sea que en sus relaciones con las almas individuales de los hombres, él visite con su gracia salvadora pocos o muchos, tantos que en nuestra imaginación pueden pasar a ser todos, no es la cuestión. Hasta donde concierne a los principios de la soberanía y del particularismo, no hay razón para que un calvinista no pueda ser universalista en el más categórico significado del término, sosteniendo que todas y cada una de las almas pueden ser salvas; y en efecto, algunos calvinistas (descuidados de las Escrituras aquí) han sido universalistas en el más categórico significado del término. El punto de insistencia en el particularismo calvinista no es que Dios salva de la pecaminosa masa de los hombres sólo unos aquí o otros ahí, unas pocas ramas arrebatadas del incendio, pero el mé­todo de Dios de salvar a los hombres es escogerlos en su poderosa gracia, comprarlos para sí por la preciosa sangre de su Hijo, visitarlos en lo más profundo de su ser por las operaciones creativas de su Espíritu, y él mismo, el Señor Dios Poderoso, salvarlos. A cuántos, hasta toda la raza humana, en todos sus representantes, Dios ha comprado así y traerá a su eterna comunión personal con él, entrando él mismo en comunión personal con ellos, descansa, digo, claramente fuera de la cuestión del particularismo. El universalismo en este sentido del término y el particularismo son tan poco in­consistentes uno con el otro, que es solamente el particula­rismo quien puede, lógicamente, ser esta clase de universalista.

Y se necesita decir algo más ‑ el calvinismo tiene, de hecho. una misión tan importante en la conservación del universa­lismo verdadero del evangelio (porque hay un verdadero universalismo del evangelio), como la tiene de preservar el verdadero particularismo de la gracia. La misma insistencia sobre el supernaturalismo y los principios evangélicos (que la salvación es de Dios y de Dios solamente, y que Dios salva el alma por relación directa por su gracia), que hace al calvi­nista un particularista, lo hace también universalista en el sentido escritural de la palabra. En otras palabras, la soberanía de Dios establece el único fundamento para una vida de certi­dumbre viviente de la salvación del mundo. No es sino un universalismo espurio que ofrece el tan llamado sistema uni­versalista, un universalismo no de salvación, sino, a lo más, de lo que se llama la oportunidad, la posibilidad, de la salva­ción. Pero ¿qué certidumbre puede una oportunidad universal, o una posibilidad universal (si nos atrevemos usar tales pala­bras) dar a usted que todos, que muchos, que algunos quizás, serán salvos? Esta oportunidad universal, posibilidad, de sal­vación ha sido, después de dos mil años, tomada como una ventaja por sólo una lastimosa minoría de aquellos a quienes, se supone, se les ha dado. ¿Qué razón hay para creer que, aunque el mundo continuara existiendo diez billones de billones de años, una aproximación más grande a un mundo completa­mente salvo será alcanzado de lo que pueden ver hoy nuestros ojos, cuando el cristianismo, aun en su forma nominal, ha conquistado para sí, no digo meramente la mitad de la raza humana, sino digo meramente la mitad de los que han recibido la predicación? Si usted quiere, cuando levante sus ojos al lejano horizonte del futuro, para ver asomarse sobre el borde de los siglos la gloria de un mundo salvado, pueda usted en­contrar una garantía por tan gran visión sólo en los altos principios que es Dios y sólo Dios quien salva a los hombres, que toda su salvación viene de él, y que a su debido tiempo y camino, él traerá al mundo en su totalidad a los pies de Aquel a quien no ha vacilado en presentar a nuestro ardiente amor no meramente como el Salvador de nuestras almas, sino como el Salvador del mundo; y de quien él mismo ha declarado que ha hecho propiciación, no por nuestros pecados solamente, sino por los pecados del mundo. El calvinismo es, así, el guardián no sólo del particularismo que me asegura que Dios el Señor es el Salvador de mi alma, sino igualmente del universalismo por medio del cual estoy seguro de que él es también el verdadero y real Salvador del mundo. Sobre ningún otro fundamento puede tenerse seguridad alguna ni uno ni otro. Pero sobre este fundamento podemos estar seguros con toda certeza que es sin tacha, que no solamente será salvo ahí el individuo a quien Dios visite con su gracia salvadora, sino también el mundo al cual entra con su propósito salvador, a todo lo largo y ancho de ello.
           
La redención de Cristo, si ha de verse dignamente, debe mirarse no meramente desde el punto de vista individualístico, sino también en sus relaciones sociales, o mejor en sus rela­ciones cósmicas. Los hombres no son partículas distintas se­paradas unas de otras como unidades aisladas mutuamente. Son miembros de un organismo, la raza humana; y esta raza es un elemento en un organismo superior y más grande que significativamente se le llama un universo. Naturalmente el plan de la salvación como está en la mente divina no puede suponerse estar preocupado, por lo tanto solamente con indi­viduos como tales; necesariamente tiene sus relaciones con las unidades superiores dentro de las cuales entran estos individuos como elementos. Nosotros hemos entendido sólo parcialmente la redención en Cristo, cuando hemos pensado de ella sólo en sus modos de operación y efectos sobre los individuos. Tam­bién debemos preguntar cómo y qué obra en el organismo de la raza humana Y cuáles son sus efectos en el organismo más grande del universo. Jesucristo vino a salvar a los hom­bres, pero no vino a salvar hombres cada uno como un todo en sí mismo fuera de las relaciones a otros hombres. Al salvar a los hombres, vino para salvar a la humanidad; y por lo tanto las Escrituras son insistentes en que él vino para salvar al mundo y lo adscrito por lo tanto con el gran título de el Salvador del mundo. Van más allá de esto: no se detienen en expandir su visita hasta que proclamen que fue el buen deseo de Dios "reunir todas las cosas en Cristo, las cosas que están en los cielos, y las cosas que están en la tierra." No liemos hechos justicia a la doctrina bíblica del plan de la salvación, mientras confinamos nuestra atención a los modos de la ope­ración divina en salvar al individuo, insistimos, por lo tanto. sobre lo que hemos llamado su particularismo. Hay un pros­pecto más amplio sobre el que debemos alegrar nuestros ojos si hemos de ver a toda la tierra de la salvación. Fue porque Dios amó al mundo, que él envió a su Hijo Unigénito ‑, fue por los pecados del inundo que Jesucristo hizo propiciación: fue el mundo que vino a salvar; es nada menos que el inundo que será salvo por él.

De primera importancia debe ser para nosotros tener presente que el plan de Dios es salvar, por medio de un proceso, ya sea al individuo o al mundo. Sin duda la salvación completa del pecador individual llega al cumplimiento gozoso de ella sólo por grados y en el curso del tiempo. Redimidos por Cristo, regenerados por el Espíritu Santo, justificados por la fe, recibidos en la casa de Dios como sus hijos, guiados por el Espíritu Santo en las florecientes y fructuosas actividades de la vida nueva, nuestra salvación todavía está sólo en pro­ceso y aún no cumplida. Somos aún presas de la tentación; aún caemos en el pecado; todavía sufrimos enfermedades, tristeza, la muerte misma. Nuestros cuerpos redimidos no pueden esperar nada sino consumirse en la debilidad y des­componerse en el sepulcro. Nuestras almas redimidas sólo penetran lentamente a su herencia. Solamente cuando suene la última trompeta y nos levantemos de nuestro sepulcro, Y las almas perfeccionadas y los cuerpos incorruptibles juntos entren en la gloria preparada para los hijos de Dios, será completa nuestra salvación.

La redención del mundo es similarmente un proceso. Tam­bién tiene sus grados: avanza también gradualmente a su cumplimiento. Pero también estará finalmente completa; y entonces veremos un mundo totalmente salvado. Se sigue, por supuesto, que en cualquier grado del proceso, no enteramente completo, el mundo, como el individuo, debe manifestarse a la observación como incompletamente salvo. Ya no podernos objetar lo incompleto de la salvación del mundo actual a la totalidad de la salvación del mundo, más de lo que podemos objetar lo incompleto de nuestra salvación personal hoy (los restos de pecado en nosotros, la debilidad y la muerte de nuestros cuerpos) a la totalidad de nuestra salvación personal. Cada cosa en su orden propio: primero la semilla, luego la hoja, después el grano completo en la espiga. Y así, cuando Cristo venga, cada uno de nosotros seremos como él, cuando le veremos como él es, así también, cuando Cristo venga, será a un mundo completamente salvo, y habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habitará la justicia.

No nos interesa por el momento enumerar los grados por los cuales pasará el mundo hasta su completa redención; no preguntamos cuánto durará el proceso; no indagamos acerca de los medios por los cuales se realizará la redención completa. Estos son tópicos que pertenecen a la escatología y aun la más mínima alusión a ellos aquí nos llevaría más allá de la esfera de nuestra tarea presente. Lo que ahora nos importa solamente es estar seguros de que el mundo será totalmente salvo, y que el cumplimiento de este resultado por un largo proceso, pasando a través de muchos grados, con la complicada incom­pleta salvación del mundo a través de extensas edades, no introduce ninguna dificultad al pensamiento. Esta salvación incompleta del mundo por numerosas generaciones envuelve, naturalmente, la pérdida de muchas almas en el curso del prolongado proceso por el que avanza el mundo hacia su sal­vación. Y por esto la doctrina bíblica de la salvación del mundo no es "universalismo" en el sentido común del término. No significa que todos los hombres sin excepción serán salvos. Inevitablemente muchos hombres se perderán; inevitablemente se perderán a lo largo de todo el curso del avance del mundo a su salvación completa, precisamente como la salvación indi­vidual por proceso significa que mucho servicio se perderá para Cristo a través de estos años improductivos de la salvación incompleta. Pero en uno corno en el otro caso, el fin se alcanza últimamente: hay salvación completa para un hombre y hay salvación completa para el mundo. Posiblemente puede esto expresarse diciendo que las Escrituras enseñan un universa­lismo de cada uno y de todos. Cuando las Escrituras dicen que Cristo vino a salvar al mundo, que él salva al mundo, y que el mundo será salvo por él, no significan que no hay un ser humano al que no venga a salvar, a quien él no salve. quien no sea salvo por él. Ellas enseñan que él vino para salvar y efectivamente salva a la raza humana; y que la raza humana está siendo guiada por Dios a una salvación racial; que en el desarrollo lento de la raza humana, ella llegará al fin a una sal­vación total, y nuestros ojos se alegrarán con el glorioso espec­táculo de un mundo salvado. Así la raza humana logrará llegar a la meta para la cual fue creada, y el pecado no la arrebatará de las manos de Dios: el propósito fundamental de Dios con ella se cumplirá; y por Cristo la raza del hombre, aunque caída en el pecado, es recobrada para Dios y cumple su destino original.

Ahora, no se puede suponer que el desarrollo de la raza a esto, su destino final, es un asunto fortuito; y está dejado a las incertidumbres de su propia determinación. Si así fuera, ninguna salvación estaría o podría estar ante ella como su meta segura. La meta a la que la raza está avanzando está determinada por Dios: es su salvación. Y cada etapa en el avance hacia esta meta está, naturalmente, determinada por Dios. El progreso de la raza es, en otras palabras, un pro­greso determinado por el Ser Supremo, a un fin determinado por el Ser Supremo. Siendo esto verdad, cada detalle en cada momento de la vida de la raza está determinado por Dios: y es un paso en su avance determinado por Dios, al fin deter­minado por Dios. Cristo ha sido hecho la cabeza misma sobre todas las cosas para su Iglesia; y todo lo que acontezca a su Iglesia, todo lo que es su Iglesia en cada momento de su existencia, cada "ventura" como la llamamos absurdamente, por la que pase su Iglesia, está señalada por él. La proporción del progreso de su Iglesia a su meta de la perfección, la naturaleza de su progreso, los individuos particulares que se traen a ella por cada grado de su progreso: todo esto está en sus manos divinas. El Señor añade a su Iglesia diariamente los que han de ser salvos. Y es por medio del gobierno de estas cosas, el cual es, en resumen, la dirección hacia adelante de la raza hacia la salvación, que la gran meta se obtiene al fin. Decir esto es, naturalmente, decir elección Y reprobación. No hay contradicción, por lo tanto, al decir que Cristo murió ,por su pueblo y que Cristo murió por el mundo. Su pueblo puede ser poco en la actualidad: el mundo será su pueblo del mañana. Pero debe observarse con exactitud que a menos que sea Cristo quien, no abre el camino de la salvación a, todos, sino de hecho salva a su pueblo, no hay base para creer que habrá alguna vez un mundo salvo. La salvación del mundo está absolutamente dependiente (como está la salvación del alma individual) de la obra de la salvación sola Y única del Señor Cristo Jesús mismo, en su irresistible poder. Sólo el calvinista tiene el derecho de la justificación de creer en la salvación va sea del individuo o del mundo. Ambos descansan igualmente y de modo terminante sobre la soberana gracia de Dios. Cualquier otro fundamento es arena movediza.


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